Viajaba él, su obra Leviatán bajo el brazo, desde París a su isla británica, y de allí al jardín de una casa en Morelia, Michoacán. Y Thomas Hobbes me decía: “Los convenios, sin la espada, no son más que palabras, y no tienen ninguna capacidad para proteger al hombre.” Yo lo invitaba a volver al siglo XVII, pero desistí de hacerlo pues me dije: “Carajo, tal como estamos hoy en día, ir al XVII es volver al futuro. El XXI es el siglo del retroceso ético y filosófico, y ello si creemos que todavía existe la Historia”. Así que levanté los hombros y le dije: “Sí, Hobbes, ponte a mirar la televisión y su programación y publicidad mezquinas y te percatarás de que siempre has tenido razón: el hombre es el lobo del hombre y, en nutridos casos, también es el cerdo del cerdo”. Y María Zambrano, sentada en una mecedora fabricada en Michoacán, se tomaba las cosas con mucha calma y al filo de su mirada escrutadora y enigmática nos decía —luego de escucharnos conversar—, un poco de mala gana y a la malagueña: “Individuo humano lo ha habido siempre, mas no ha existido, no ha vivido, ni actuado como tal hasta que ha gozado de un tiempo suyo, de un tiempo propio.” A doña María no podía invitarla a volver al siglo XX, pues ella lo vivió casi completo y hasta hartarse (1904-1991). Hobbes nos miraba extrañado, “¿qué es eso del tiempo propio y qué tiene eso que ver con el hecho de que los hombres son depredadores de su propia especie?” Bueno, ¿quién se atrevería a explicarle algo a Hobbes? No yo, por supuesto. Podría haberle dicho que los individuos a los que se refería María Zambrano existían en muy reducidas cantidades, pues la mayoría de ellos vivían a un ritmo que de tan veloz los paralizaba y que al estar amaestrados o arreados o deglutidos por su circunstancia desconocían algo parecido a un concepto del “tiempo propio”. Su “tiempo” les había sido arrebatado. ¿Cómo explicarle a un inglés del siglo XVII esta cosa de la velocidad depredadora e inmóvil? Recordé a Isaiah Berlin en sus disertaciones sobre la libertad: “Es inmoral decirle a un hombre que tiene libertad para comprar cuando no tiene dinero para hacerlo”. En posición similar podría yo haber afirmado: “Es inmoral hacerle creer a una persona que posee un tiempo libre cuando ese supuesto tiempo no le pertenece y otros lo administran por él”. Sin embargo, me negaba yo a iniciar cualquier clase de discusión al respecto, puesto que yo todavía no estaba muerto; es decir, si bien a veces llego a considerarme un difunto político, continúo respirando y ocupando un espacio que bien debería estar libre. Entonces llegó otro muerto.

Era George Orwell, el escritor británico; y no sé por qué razón encontré su rostro algo parecido al de María Zambrano —meras estrategias de la alucinación—. Nos confesaba que él sabía ya que sería escritor desde los cinco años de edad, y que estaba, como todos en aquel jardín, contra cualquier totalitarismo y a favor del socialismo democrático, pero aunque le parecía indispensable hablar sobre este tema lo que más le interesaba a él (en 1946, cuatro años antes de palmarla) era convertir la escritura política en un arte. Lo miramos con gesto adusto y pensativo. Entonces le recordé sus propias palabras citándolas tal cual las guardaba en ese momento dentro de mi mente: “Todos los escritores son vanidosos, egoistas y perezosos. En el fondo de su ser, sus motivaciones siguen siendo un misterio. Escribir un libro es un combate horroroso y agotador, como si fuese un brote prolongado de una dolorosa enfermedad”. Tal cosa, Hobbes no la comprendió del todo —eso del “socialismo democrático” le parecía también una broma— y nos miraba como se contempla curiosamente a un hato de locos. Él era todavía un hombre y un filósofo del futuro. Para amainar la perturbadora mirada de Hobbes, le pregunté a doña María: “¿Dónde obtuvo usted esa mecedora que se ve tan cómoda?” Ella respondió: “Unos artesanos de aquí mismo, en Morelia, la hicieron especialmente para mí”. “La muerte… debe ser así, igual de cómoda”. Añadí, y dichas estas palabras todas aquellas personalidades desaparecieron y me quedé solo otra vez, escuchando el ruido brutal que provenía de mi calle y buscando en el cajón de una cómoda pastillas para dormir, además de mis tapones para los oídos. ¿Qué otra manera de soportar el presente? Quizás, una vez más hundido en mi sopor individual, aparecerían aquellos personajes y podríamos continuar charlando en el amplio jardín, aunque si pudiera proponer, preferiría que esta vez dicho jardín se ubicara en un pueblo de Oaxaca. Cerré los ojos y entonces…

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