¿Cómo es que un hombre jovial y que mira, durante su juventud, con buenos los ojos la vida, llega a volverse un ser amargo o un cascarrabias? Los motivos pueden ser, por supuesto, de lo más disímil. La ausencia de fortuna y reconocimiento, la carencia de sexo —el sexo, según yo, es la gimnasia del espíritu—, el sufrimiento causado por una enfermedad o la penuria de las personas que ama, los sueños frustrados y las promesas incumplidas, un entorno o circunstancia inhóspito, la llegada de un época que ya no comprende y en la que se siente un extraño. Yo fui alguna vez ese hombre jovial cuando no había cumplido todavía los veinticinco años. Vivía al lado de un mujer sencilla, que comprendía mis extravagancias y me abrazaba cada noche para ofrecerme el calor de su cuerpo. No necesitaba nada más; su cuerpo, algunos libros, amigos con quienes discutir y beber y muy poco dinero para continuar escribiendo y aspirando a ser publicado en el futuro.

No obstante haber habitado esa especie de arcadia juvenil el tiempo termina por malograrlo todo. ¿Cuándo comienza la caída? Desde el nacimiento, pero sólo se torna angustiosa cuando uno toma conciencia de ella y el vértigo se apodera de nuestros sentimientos. No hace más de dos semanas una amiga que me conoce bien me hizo notar que pese a mantener algunas costumbres y aspectos de mi personalidad era notorio que me estaba yo convirtiendo en un ser amargo. Acepté el diagnóstico y la recriminación porque el ser humano que no se conoce a sí mismo anda a ciegas por el mundo. Decía Oscar Wilde que cuando somos felices somos también buenas personas, pero no al contrario: ser un hombre bueno no te garantiza ninguna felicidad. Pero Wilde dijo tantas cosas y expresó un caudal de sentencias morales y contradictorias en sus libros que es mejor dejarlo aparte esta vez. La felicidad es una palabra que desea expresar un sentimiento íntimo y nadie conocerá jamás a profundidad la intimidad y gravedad de ese sentimiento. Es la soledad nuestra única compañera, la que duerme a nuestro lado y la que nos tomará de la mano cuando llegue la muerte. Lo que suceda entre el nacimiento y la muerte es una puesta en escena, un accidente o un teatro.

Por otra parte tampoco nos es posible conocer nada a profundidad, desde la filosofía de Protágoras, hasta Hume, Hamann y Feyerabend —entre tantos otros— esta conciencia de ser inacabado, de escepticismo ante la ciencia exacta, guía el desasosiego que nos acosa en buena parte de la vida. Es sólo por medio del arte que podemos aproximarnos no a un dominio, pe ro sí a una vivencia y comprensión de lo que somos y del teatro en el que actuamos y al que pertenecemos. Dice Rafael Argullol: “La poesía, el arte, la filosofía no nos permiten controlar, colonizar, dominar. Confirman un conocimiento inacabado, que revierte hacia nosotros y al que es imposible ponerle fin. En la obra acabada existe algo profundamente artificioso”. Por ello creo que toda amargura es justificada, aunque en definitiva odio haberme convertido en un ser rabioso: me da rabia mi rabia. Cuando voy a un restaurante que no conozco, casi siempre tengo altercado con los meseros que buscan a toda costa hacerte soltar la mayor cantidad de dinero; y les pregunto: “¿Por qué no hay una jarra de agua fría en la mesa? ¿Qué clase de cueva roñosa es ésta que no ofrece de entrada agua para restaurar al visitante?” (Decía Francisco Umbral en Diario de un snob que en Madrid el último vaso de agua cristalina y gratuita se lo había tomado Azorín y que desde entonces ya nadie escribió tan bien y el agua se convirtió en un vulgar objeto de lujo). He ofrecido un ejemplo trivial, pero me comporto de forma similar en los más variados aspectos de la vida, sobre todo cuando tengo que tratar con desconocidos: finalmente se han tornado, los seres humanos, en extraños, en una amenaza constante y una enfermedad que amenaza con carcomerte y enviarte al infierno. Es verdad, me he vuelto un amargado, mas no me parece una mala noticia; es el tiempo, el accidente, el teatro que uno no domina y en donde juega el papel de un actor improvisado.

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