“Cada vez que ustedes votan me hunden; ojalá fortalecieran la democracia, pero en realidad la socavan: suponen que tienen poder, que su voto les da poder, pero es al contrario: se los quita; permiten que los incapaces y las peores personas tomen las riendas y que el mal, la inequidad y el crimen continúen; he allí su tradición: acudir como reos a las urnas, encadenados a lugares comunes y presas de una educación maltrecha, deteriorados por una imaginación disminuida y confusa, ingenua, ocurrente y vengativa. Su decisión al votar ofende porque no es razonada, ni cauta, ni prudente o fundamentada. Adoran la cháchara y la ofensa. Votan como si fueran a un estadio a gritar; reaccionan al gesto y a la arenga social sin que medie una reflexión; se dejan llevar por las habladurías, el chisme político y la manipulación; reaccionan a los virus demagogos efímeros; no son individuos; por lo tanto ¿cómo se atreven a votar y a destruir el entorno en el que yo vivo? Ni siquiera son capaces de leer algunos libros o periódicos para aprender a pensar e informarse, sino que están incrustados a la pantalla y a las redes como quistes y sanguijuelas. Presencian debates entre personas que quizás no tendrían porque estar allí —han reducido sus posibilidades a unas cuantas opciones y les han montado un sainete— y, ustedes, como espectadores se adjudican una importancia de la que carecen. Juzgan a los que debaten. ¿Y quién los juzga a ustedes? Desconocen la auto crítica; ¿quiénes son para malograr mi estadía en el mundo? No tienen derecho, pese a que la constitución se los conceda. ¿Ustedes juzgan a los debatientes? Caray, eso sí es una ironía: como si un fantasma me objetara mi falta de realidad; como si un criminal millonario me acusara a mí de ser deshonesto. Cada vez que votan se equivocan; pese a ser la mayoría luego de “participar” en las elecciones continúan siendo pobres y careciendo de seguridad, más desamparados y menos educados. Ustedes no participan; son enterradores del futuro. Su voto es una tragedia; mi tragedia.”

He aquí la carta que ha llegado a mis manos —parece que la escribí yo mismo en un momento de furia, aunque no lo recuerdo—: “Soy un hombre solitario y no puedo hablar en nombre de todos” (Joseph Roth, en Hotel Savoy). No obstante dicha soledad, tengo derecho a escribir una declaración íntima, plena de decepción y agobio. Y pese a que vuelvo a las páginas de Maquiavelo, Hobbes, Vico, Bodino, Bobbio o R.M. Hare, no encuentro consuelo en ellas. La democracia es la construcción de un camino razonado hacia una libertad relativa (no absoluta) y bondadosa; la estrategia que llevará a un mayor bienestar a la familia ampliada (ampliada por la presencia del otro y del vecino), en vez de esta secuela guiñolesca de homo videns, personas no educadas y manipuladas que cada vez que votan se alejan del progreso. En tales asuntos meditaba, Sancho, cuando recibí otra carta, aunque atenta y dedicada a un tema diferente: les copio un párrafo:

“Me he enterado que un candidato a gobernar una de las ciudades más grandes y complejas del mundo: CDMX —ciudad que incluso ha llevado la vanguardia en el país en lo que respecta a propuestas de civilidad— ha soltado en su campaña un conjunto de juicios, prejuicios y diretes banales contra la regulación y despenalización de la mariguana. La Edad Media u oscura fue más rica y brillante en su sagacidad para el juicio; desde Tertuliano hasta Santo Tomás de Aquino. Si no se despenaliza y se regula el consumo de toda sustancia, tomando como fundamento y principio la libertad individual y la posibilidad de vivir en una comunidad civilizada que disfrute del progreso ético, y no del meramente tecnológico, el futuro se va a reír de ustedes. En treinta años, si el país no se ha desintegrado, las generaciones siguientes no van a comprender que clase de tolvanera nubló el entendimiento de legisladores y administradores públicos. La ridícula prohibición que desemboca en muertes, asesinatos continuos, tortura, secuestros, creación de un Estado paralelo al original (el cual Maquiavelo no habría podido imaginarse), prohibición que permite el reinado de patriarcas sanguinolentos y aberrantes que pisotean cualquier derecho constitucional y cuya riqueza no paga impuestos. Y todo por desconocimiento, prejuicio y ausencia de miras. Ya escucho la risa del futuro; se van a burlar de ustedes, recatados morales; los recordarán como una inquisición aún más cruel y estrecha que la vivida durante la colonia. Nadie merece tal sambenito en el siglo XXI”.

Tal fue la carta que me entregué a mí mismo y, aunque tampoco me reconozco en el estilo, la suscribo absolutamente. Y además añado una apostilla: Sugiero a los candidatos (políticos) a mantener la miseria y el terror social, cualesquiera que sean sus filiaciones partidistas, que tomen, antes de dormir, un licor de cuarenta grados y se pregunten por qué su venta no está prohibida y por qué la venta y consumo de bebidas alcohólicas rigen una buena porción del mercado económico y la convivencia nacional. ¿Por qué otras sustancia no? Y después de echarse un trago e insistir en la prohibición de la mariguana lean, estudien y reflexionen sobre el libro Marihuana y salud (FCE; 2015), coordinado por Juan Ramón de la Fuente y un grupo de estudiosos en el tema (con este libro basta y sobra). Y una vez informados, examinando hechos, estudios, y alternativas legislativas, pregúntense si están dispuestos a prescribir universalmente sus prejuicios. Por desgracia creo saber la respuesta.

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