Quien vive en una ciudad se sobrevalora a sí mismo. Las ciudades son escenarios ideales para creer que uno es eterno. Hasta que un accidente nos despierta abruptamente de esa utopía. Cualquiera que habite un amontonamiento de edificios, casas, automóviles, información y puentes ha cedido ya a la gravedad irresponsable y se ha sumado a una masa que ha mermado su capacidad de independencia, autonomía y libertad. ¿Seres humanos? Somos, más bien, partículas atadas a los influjos de la gravedad. A causa de ello Rüdiger Safranski, filósofo —y biógrafo de Nietzsche, Heidegger, Schopenhauer y otros—, se ha opuesto a una globalización que limite al individuo y lo transforme en cosa comerciable y atada a influjos que él no domina. En su libro ¿Cuánta globalización podemos soportar?, el pensador alemán se alarma porque a ese diluvio de información que cae diariamente sobre nosotros no logramos oponerle filtros que permitan la interpretación sopesada, el descanso, el apartamiento y la reflexión que deberían ser esenciales en un individuo para la comprensión de su mundo y de las desgracias que alteran ese mundo. Yo me pregunto: ¿Qué noticias y análisis nos apartan o exilian del mundo real y cuáles otros nos dan certezas y armas para ser más libres e individuos? ¿Cómo podemos elegir entre la información que funda y fortalece al individuo y la que atrofia la personalidad, la autonomía y convierte a los seres humanos en partículas indefensas, en rehenes de fuerzas que son incapaces de gobernar? Safranski, respecto a ese cúmulo de información avasallante escribe: “No podemos permitir que todo entre en nosotros; ha de entrar en la medida en que podamos apropiarnos de ello.”

Después de la tragedia reciente, vivida a raíz de terremotos intensos me pregunto: ¿Existe una respuesta civil e institucional capaz de dar seguimiento, tierra y raíz a la solidaridad y disposición altruista mostrada por los jóvenes mexicanos y personas de toda edad en el momento de la desgracia? ¿O sólo es un eco agónico y extraviado en un país cuya existencia está en duda? Thomas Nagel definía al altruismo como “la voluntad de actuar en consideración del bien de otras personas”. Añadía que el altruismo no se debe al interés o beneficio propio —te ayudo porque así me ayudo—, sino más probablemente a los efectos de la simpatía y de la benevolencia humanas. Yo no entraré en tales honduras y complejidades, pero sí creo que cuando uno auxilia a un desconocido en la desgracia, lo hace también porque se ve a sí mismo en tal situación y la simpatía o benevolencia que lo motivan es muestra de que el individuo es capaz de actuar en bien del otro no nada más lanzado al auxilio por puro impulso biológico, sino porque es capaz de sopesar el infortunio y ejercer la simpatía y la benevolencia hacia los otros. Y no obstante las cavilaciones anteriores la pregunta sigue en pie: ¿la solidaridad mostrada en la desgracia de los pasados sismos quedará allí como un gesto efímero de simpatía pasteurizada, miope y meramente accidental? ¿O será acompañado de una repercusión civil que implique la meditación y la consideración de nuevas formas de relación y acción social y política? No existen en mi opinión indicios de que algo así pueda suceder.

Cuando me he referido al amontonamiento y sopor de edificios que cancelan la posibilidad de la conversación pública, lo he hecho movido por un propósito. Sería absurdo por parte de una comunidad consciente y alentada por la simpatía social permitir que sobre el espacio de los edificios caídos y demolidos se edifiquen construcciones que no sean plazas, jardines o áreas de recreación. La reconstrucción en la metrópoli debe ser horizontal, de ordenamiento y restauración, más que una oportunidad para que la rapiña inmobiliaria vuelva a levantar los célebres edificios-negocio, en vez de los espacios-convivencia (¿o acaso un sismo es más inteligente que todos los gobiernos?). Sin la voz del individuo que reclama, critica, ayuda y es consciente de la tragedia social a largo plazo no existe ni pasado ni futuro. ¿De qué sirve tal exhibición de solidaridad y de necesidad o añoranza de país o casa civil sin una reacción política que sostenga, avale y otorgue valor a la bondad de los jóvenes y demás altruistas? Ellos desean un país —lo han mostrado, aun de manera imprevista y pasajera—. ¿Y qué les devolvemos? Basura y bisutería política; aumento en el costo de la vida —gas, alimentos, renta de habitación, etc…—; crímenes impunes; frentes democráticos insulsos y artificiales; corrupción pública; información y publicidad que sepulta la posibilidad de apartamiento y de la reflexión que le otorga valor y sentido a las acciones públicas. Las “celebridades” de todos los ámbitos —cine, tv, deporte, política—no logran más que balbucear lugares comunes y expresar parrafadas inútiles de llamado a la solidaridad. ¿Acaso no logran advertir que la solidaridad estuvo allí antes de que ellos la solicitaran o la aplaudieran? Vaya personajes. ¿Dónde hemos estado desde que la caída social comenzó a expandirse hasta los límites que hoy mismo ha alcanzado? Me imagino que en la cuna. Apaguen unos días su teléfono, apártense de la red por un tiempo, caminen su “ciudad” y obsérvenla con otros ojos. Sean individuos críticos que toman decisiones, auxilian, pelean y construyen camino, en vez de costales humanos que actúan movidos por una mera reacción sentimental y pasajera. Hace casi 170 años H. D. Thoreau escribió: “Transformemos nuestra vida en una fricción que detenga la maquinaria.” ¿A que maquinaria se refería? A la que tritura y aniquila al ser individual y autónomo. ¿Qué más?

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