Los libros de autoayuda no son despreciables y en muchos casos resultan incluso útiles y oportunos. Desde una perspectiva muy general el ámbito de esta clase de libros es variopinta y enorme. ¿Qué quiere uno decir con autoayuda? ¿No es, acaso, cualquier buen ensayo, libro de ficción, filosofía o relato histórico una forma de robustecer el conocimiento del mundo, la capacidad crítica individual y de abrir las ventanas de ese inhóspito cuarto cerrado y mohoso que es el ser humano? Tal parece que no y que la fobia a la lectura nos lleva también a la búsqueda de una sospechosa sencillez, al tópico y a la economía de palabras. Existe un íntimo y oculto deseo de ser aconsejados, cobijados y guiados. El miedo, la inseguridad propia de todo ser pensante, el acoso de lo que nos es desconocido se halla latente y requiere ser resuelto, aminorado, suavizado. Es entonces cuando se presentan los oportunistas, los pastores, los apóstoles que abusando de la incertidumbre que erosiona a cada individuo levantan la voz, crean iglesias y nos congregan en torno a un conjunto de juicios sin sustento, de aporías y absurdos de toda clase. El lucro que el guía hace de la orfandad de conocimiento y del miedo es, por supuesto, un acto criminal pese a que logre reunir a su alrededor miles de almas en pena.

Supongamos ahora que no le entregamos nuestra confianza a alguna iglesia, congregación o a cualquier apóstol o enviado del cielo por paquetería postal, y en vez de ello aludimos a la individualidad y buscamos respuestas, consejos y confort anímico por nuestra cuenta. Una manera de hacerlo es acudir a un libro de autoayuda, pero también aquí nos encontramos ante un horizonte cuya nebulosa diversidad nos confunde, y entonces en medio de tal variedad vuelve a aparecer el oportunista que haciendo uso de palabras simples, anti conceptos o parábolas de infame contenido, se propone como guía del rebaño anémico y despistado. ¿Qué hacer? La autoayuda, puede ser conocimiento de uno mismo, reflexión y especulación moral, pero también soborno, paliativo inútil y verborrea que torna mucho más aguda la orfandad. El humano busca un consejo para vivir mejor, darse tranquilidad e iluminar un poco las oscuras nubes que produce una vida real a veces insoportable, pero entonces se convierte, si no es perspicaz, en una víctima en potencia, en el rehén de cualquier truhan que se aprovecha de sus dudas y de su desasosiego. Los filósofos morales o estudiosos de la ética prefieren, es comprensible y necesario, escribir libros para ser leídos por especialistas o por lectores ya preparados o cultos, pero ¿quién escribe de una manera sencilla y a la vez profunda para el resto de los individuos? ¿Quién aconseja a aquella persona honesta, y cuyo trabajo y tiempo invertido en la supervivencia no le permite acceder al consejo de los más preparados? No lo sé. Los Sénecas o Plutarcos del siglo veintiuno se han marchado y el concepto de autoayuda ha sido despreciado y lanzado al bote de la basura o enviado al exilio. Ello ha permitido que los locutores enloquecidos, los apóstoles de las luces cósmicas y algunos guías de la piara y que se declaran visionarios del destino humano estorben la construcción de una democracia real y crítica que se encamine a la acción colectiva que conduzca a una justicia en la que la mayoría concuerde. Si bien es comprensible que el individuo se encuentre preocupado por sí mismo y pida consejo a los apóstoles de súper mercado y a los guías artificiales, no lo es que un congresista, diputado o servidor civil promueva a esta clase de sujetos o tertulianos tenebrosos para la edificación de una ética colectiva. Lo puede hacer como individuo o como cualquier persona que no lee libros de ninguna clase y odia a esa compleja noción que, desde el resentimiento o simple ignorancia, nombra como los “intelectuales”, pero su deber civil es promover el cumplimiento de las leyes; los libros que tiene obligación de propagar y respetar son los códigos y constituciones civiles que han dado lugar al tramado ciudadano y a la comunidad en que habita. Él mismo tendría que ser un guía, pero del orden legal y de la promoción del bien desde su escaño en el congreso, en vez de impulsar el fervor brutal de las personas más desprotegidas. No tienen vergüenza, estos congresistas, puesto que traicionan la investidura que les da su razón de ser política.

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