A Tigres no le alcanzó su mejor versión para vencer a una edición pocas veces vista del Monterrey. Los del Tuca Ferreti le hacen el amor a la pelota. La enamoran, la tratan bien, sin importar que el clima quiera echarle a perder la noche con su amada; los locales fueron valientes y se lanzaron a conquistar el primer capítulo de su mano.

El elemento de Tigres que sufrió con la pelota fue el único que la puede tratar con la mano: Nahuel Guzmán, se mandó una de las que acostumbra, raro ver un fallo de esa magnitud en una final, pero se vuelve menos extraño cuando viene del cancerbero argentino.

El Volcán se congeló, su cancha estaba llena de agua nieve y sus aficionados no sabían qué calaba más: si el gol en contra o la sensación térmica que los tenía bajo cero.

Fue Enner Valencia, su empuje, su valentía, su determinación; el que despertó el torrente de fuego ígneo. Un penalti ejecutado a lo Panenka, de esos que en circunstancias como esta, construyen leyendas.

Ríos de magma volcánica encendieron los ánimos y terminaron por hacer despertar los locales. El juego fue para Tigres, dominó, fue mejor colectiva e individualmente. Por ellos no quedó.

Monterrey no atinó, no supo más que medio contener a los Tigres. Rayados se vio incómodo. Los de Mohamed salieron del campo del Universitario con muchas huellas de la batalla, con la marca en el cuello que los estranguló, pero que no los mató.

La próxima vez que Tigres y Rayados se vean las caras, los 90 minutos, o tal vez un poco más, cobrarán lo del juego de ida. En el Coloso de Hierro se verá si el dominio de Tigres fue sólo cosmético y si el sufrimiento de Rayados valió para algo.

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