Llevaba un par de días pensando acerca de qué escribir esta columna. Ayer por la mañana quería hacer algunos kilómetros en solitario en CU para inspirarme y esbozar en mi cabeza el texto, pero luego de la noticia de los supuestos dealers muertos ayer ahí, preferí dar unas vueltas a los Viveros.

Esta semana los trending topics estuvieron para llorar, pero el que más me impactó fue el de Andrew Pollack, papá de una joven de 18 años que murió en la masacre de la escuela de Florida. El hombre, con los ojos ahogándosele en lágrimas y con sus otros dos hijos al lado, se paró entre la gente que discutía qué hacer para acabar con estas recurrentes tragedias, y se dirigió al remedo de presidente (y de ser humano) de Estados Unidos que estaba ahí sentado: “Estamos aquí porque mi hija ya no tiene voz, porque ya no la voy a volver a ver en toda mi vida”.

Luego de ver su intervención en mi teléfono mientras me amarraba las agujetas de los tenis para salir, mejor fui al cuarto de Regina, mi hija de once años, para convencerla de que me acompañara. Pretendía correr seis vueltas, pero estaba dispuesto a correr menos si venía conmigo: quería aprovechar la oportunidad de oír su voz y compartir unos kilómetros de vida.

“Vamos a mantener la respiración y el ritmo para que consigas terminar las dos vueltas sin agotarte”, le dije cuando a mitad de la primera noté que jadeaba. Comenzó a desesperarse, a ponerse un poco de malas, y le recordé que estábamos ahí, y aquí en la vida, para estar contentos. Ella, con la insurrección que a la mayoría nos brota a los 11, 12 o 13 años, me respondió que qué raro porque yo no siempre estaba contento. “Ya lo sé, a veces soy un energúmeno”, le contesté y alcanzó a son-

reír disimulando. “Por eso corro, para tratar de estar contento lo más que pueda”.

Empecé a explicarle de las endorfinas y de la sensación de éxtasis que producen en nuestro cerebro cuando corremos, similar a la de la morfina o la heroína. Y así, ya en la segunda vuelta, de pronto me di cuenta que estábamos hablando de las drogas, que tanto le angustian desde un paseo familiar en que atravesamos por una calle llena de junkies que hasta a mí me asustaron. “Las drogas las usan algunas personas para sentirse felices, o para olvidar un rato que están muy tristes. A quienes corremos nos pasa algo parecido, sólo que quienes se drogan, después del efecto, sienten completamente lo contrario”.

Correr es una droga, pero sin las consecuencias fatales, y un arma contra la violencia. “Que corran los niños, que realicen la actividad que los haga felices, así habrá menos jóvenes y adultos tristes que cometan locuras”, concluí al chocar las palmas con mi hija cuando logramos acabar juntos la segunda vuelta, sintiendo tanto amor como si hubiera consumido un opiáceo.

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