Si usted es apostador en las peleas de perros, si le agrada esta forma de crueldad extrema, mejor no lea esta novela porque Arturo Pérez-Reverte le va a patear las pelotas o lo que tenga en la entrepierna. Ese es el tema de Los perros duros no bailan, publicada por Alfaguara, del grupo Penguin Random House, en abril de 2018 en Madrid, España. El perronaje principal es Negro, un mestizo cruce de mastín español y fila brasileña, campeón en el lugar de peleas de perros conocido como el Desolladero, retirado de milagro en un barrio tranquilo, pero que la desaparición de dos de sus amigos más apreciados, Teo y Boris el Guapo, lo inducen a buscarlos y los encuentra en el territorio que menos deseaba: la Cañada Negra, el campo de entrenamiento de los luchadores.

Con un ritmo de vértigo, un lenguaje adecuado y agradable, humorístico a veces, el cartagenero Arturo Pérez-Reverte nos conduce por esta historia llena de perronajes de diversas razas. Agilulfo, el filósofo, es podenco; Teo, un sabueso rodesiano, Margot, boyera de Flandes, Dido, una setter irlandesa, Boris el Guapo es borzoi; están presentes Dóberman, pastor belga, galgo español, bóxer, sholoitzcuintle, yorkshire, beagle, husky siberiano, teckel, labrador, dogo, galgo español, bodeguero, pastora setland, afgano, moloso, y otras más. La historia inicia en el abrevadero de Margot, una perra porteña que administra un espacio donde se puede beber agua anisada. Los perros conversan con ladridos, gruñidos y lametones mientras dan lengüetazos en un canalillo. Teo y Negro conocen un día a Dido, una perra “que derretía el asfalto con solo mover el rabo”, que lo meneaba como una diosa, de la que ambos se enamoran pero ella, después de probar a ambos, se inclina por Teo. Negro, que es prudente y que sabe que hay veces que se pierde y otras en que se deja de ganar, se retira y la lleva tranquila. Cuando se entera de la desaparición de Teo la busca, ella le pide que lo encuentre, asunto que él ya había decidido. Mórtimer lo guía hasta la Cañada Negra, sitio donde están prisioneros los perros que sirven de sparrings a los luchadores y que están destinados a morir. Para algunos, con ciertas facultades, existe la posibilidad de sobrevivir y llegar al Desolladero, el lugar donde los humanos beben, gritan y apuestan, si a su vez son capaces de pasar pruebas en que deben matar a sus adversarios. Negro, cuerpo lleno de cicatrices, que fue campeón allí y no recuerda a cuántos perros despedazó, lo sabe.

Una vez en la Barranca se deja atrapar. Percibe que sus amigos se hallan en algún sitio de ese campo y va con la idea de encontrarlos. “La paciencia es una virtud”, le dice el dogo guardián, a quien perdonó la vida y le está echando una pata. Negro es autocrítico, tiene muy claro que no es inteligente, que tiene problemas para pensar, que lo suyo es la fuerza y una habilidad congénita para el combate, así que lo toma con calma. Teo es fuerte, intuye en lo que podría estar metido, ¿pero el pobre de Boris el Guapo, acostumbrado a la buena vida, que ganó el concurso del Perro del Año, qué sería de él? Radio Perro, ese medio canino a base de ladridos, que tan bien utilizan en 101 dálmatas, nada dice de sus amigos. Con calma, y con un sentido de la amistad solidaria, Negro vence una serie de obstáculos en que no siempre las tiene todas consigo, pero no se desubica y piensa “en aquellos compañeros de infortunio sentenciados a un final infame, perros que... un día fueron cachorrillos mimados, felices, arrancados de su sueño confortable por la estupidez y la crueldad humanas”, y no se da por vencido.

Los perros duros no bailan es una novela negra, cuyo tratamiento principal es el drama de estar siempre entre la vida y la muerte: “Vivir nunca está de sobra,” expresa el dogo, que ha tenido sus experiencias y que demuestra, en una decisión, que “más sabe un perro por viejo que por perro”. Ya saben, evitar esos puntos de la vida en que no conviene “pasar de la sartén a las brasas.” Tequila los hará sonreír, esa xoloitzcuintle temeraria que en realidad se llama Lupe, a quien Los Chuchos del Norte ya le hicieron su corrido. Además le encanta el solomillo. Aparte de los mencionados, los nombres son numerosos: Fido, Helmut, Degrelle, Heinrich, Moro, Cuco, Tomás, Rufus, Snifa, Chufa, Susa y demás. En alguna página, el autor comparte una opinión que nos concierne: “Desde que nuestro mundo, el de los carnívoros, existe, siempre se trata del mismo combate, de la misma enloquecida y eterna desesperación. Dentelladas y sangre.” Como verán, se trata de una novela que está viva, que compromete. Ya me contarán.

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