Hace un par de semanas murió un amigo mío llamado Marco Antonio Castellanos Cortés. No era escritor, poeta, profesor, periodista, intelectual ni académico; era fotocopiador. Una persona de primera.

Cuando hace casi 14 años nos mudamos a la colonia Nápoles, procuré por todos los medios localizar un negocio donde hicieran fotocopias. No cualquier lugar, desde luego; sino un sitio que me inspirara confianza y en donde trabajaran bien. En mi casa anterior, en la colonia Del Valle, trabajé largos años con el señor Alejandro Ocaña, inolvidable. En la Nápoles, los amigos de la fotocopiadora “Los Delfines” fueron dignísimos sucesores del señor Ocaña. Entre ellos, el hombre que encabezaba el negocio: Marco Castellanos, o mejor, simplemente Marco, a quien solía dirigirme como “Marco Teórico” o “Marco de Referencia”, según mi costumbre de propalar simplezas a diestro y siniestro. También una vez les ofrecí hacerles una campaña de publicidad cuya frase principal sería ésta: “Los fotocopiadores más sonrientes al sur del Viaducto”. Hablo en plural porque al lado de Marco estaban Miguel Martínez Hernández (“Miguelón”), con quien he cruzado algunas emocionantes apuestas futboleras, y el señor Sergio Vázquez. Ellos han sido sacudidos por esa muerte junto con los numerosos y siempre satisfechos clientes de “Los Delfines”, que sentíamos gran afecto por Marco.

“Los Delfines” ha tenido que mudarse varias veces, siempre dentro de la colonia. Es verdad: nunca han salido de la Nápoles. Trasladar las máquinas y los materiales de trabajo en cada una de esas ocasiones no ha sido cosa fácil, pero Marco, Miguel y el señor Sergio lo han hecho con el mejor de los ánimos; verlos y escucharlos en medio de tales problemas recurrentes, fruto de la incomprensión o la ambición de los caseros, me ha dado aliento y secretamente me ha hecho agradecer que vivamos en la Nápoles. Estos amigos fotocopiadores son auténticamente ejemplares. Y Marco era la fuente de inspiración de esas actitudes admirables.

Todos estos años, mis amigos fotocopiadores han tenido conmigo una relación de franqueza y camaradería en la que, empero, no se olvida mi condición de cliente. Eso quiere decir que ando entre dos aguas, pero Marco siempre me hizo sentir parte de su negocio, en ese lado de la trinchera en el que gozaba yo de los beneficios de su trabajo. Muchas veces, como lo he comentado con Miguelón, me dirigía a “Los Delfines” simplemente a saludar y a preguntar cómo estaban y cómo iban los asuntos. En otras ocasiones salía de allí con algunas decenas o cientos de copias para mis trabajos, sobre todo académicos; en mis clases suelo distribuir poemas para el comentario analítico.

La muerte de mi amigo Marco fue resultado de un penoso accidente durante las vacaciones que había tomado junto con sus parientes más cercanos, esposa, hijos y nietos. Las olas bravas de Tecolutla lo atenazaron fatalmente. Tenía 51 años de edad.

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