Acabo de oír, en vivo y en directo, la palabra “psicopompo”. No voy a referir con pormenor la circunstancia en que me topé con ella; baste decir que ocurrió en una de esas conversaciones que, como he oído decir, le hacen a uno la mañana (o la tarde o la semana o la década).

“Psicopompo” es una voz de raíces griegas que significa más o menos “el que lleva o conduce a las almas”, casi siempre para encaminarlas al ultramundo. Pero un libro puede cumplir la función del psicopompo para los vivos; un texto, un poema, una frase feliz o edificante o misteriosa, un verso, pueden llevarnos por el camino durante largos trechos, o siempre. Es decir: la literatura puede, en alguna de sus porciones o territorios, transformarse en una especie de psicompompo para nosotros, meros lectores.

El poder de los versos está olvidado pero eso no significa que haya desaparecido. Según la sabiduría védica de la India, los dioses de la antigüedad, refiere Roberto Calasso, se envolvían en los metros, los metros poéticos, para acercarse al fuego. Hoy los metros sirven para hacer publicidad, lemas electorales o sonsonetes comerciales: así el mundo moderno ha rebajado y ha degradado los poderes que hace siglos y milenios fueron sagrados.

Hay enclaves, sin embargo, en que ese poder sigue vivo como una llama: la soledad de la lectura, por ejemplo. Un adolescente que se deslumbra con un par de versos extraños de César Vallejo, una muchacha que queda como hechizada por los ritmos en un poema octosilábico de García Lorca, un jubilado que descubre con azoro las odas elementales de Pablo Neruda están en contacto con una astilla viva de esos poderes, que bien pueden acompañarnos, como psicompompos, durante el trayecto.

Hablo, desde luego, del amor a la literatura. Hay textos que nos acompañan como los mejores amigos, los camaradas indispensables, los parientes entrañables. Literatura: por lo menos para mi generación, desde que leímos ciertas páginas de Rayuela, esa palabra, literatura, se rodeó de un cierto halo de negatividad y antipatía; era una de las —turas que Cortázar estigmatizaba mientras hacía libros, cómo no, obstinadamente literarios.

Estamos entrando en un camino en que las condiciones para que la literatura desaparezca ya existen; no digo que fatalmente ocurrirá, sino que la literatura puede extinguirse pues las circunstancias objetivas y de cualquier otro orden ya están, actuantes e implacables, entre nosotros. Será una lástima; algunos ya no estaremos para ver cumplirse ese sacrificio secular como si fuese un baño de sangre y mugre. Entonces las almas vagarán sin guía por entre las sombras, exhaustas, sin aliento.

Ya sé que me dirán que exagero y que no es para tanto; suele ocurrirme. Yo no creo que haya en todo esto que digo ninguna exageración; apenas la sospecha de una de las vías que podrían abrirse, para que las recorramos, derrotados, en este tiempo de asesinos.

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