En medio de una calle de la colonia Roma veo a una amiga mía rodeada por las personas que trabajan en la oficina que ella dirige y encabeza. De ese lugar, de esa oficina, acabamos de salir apresuradamente.

La escena es impresionante: todos estamos atemorizados; son las 13 horas y 15 o 16 minutos; el mundo está a punto de desaparecer, o eso sentimos los que nos encontramos ahí en ese momento. Bajo nuestros pies, la tierra parece a punto de abrirse y los edificios cercanos se tambaleaban ominosamente. Uno, en especial, me produjo una impresión fortísima: el de la esquina de Colima y Córdoba: se mueve como si apenas se sostuviera sobre un filo precario. Muchos lo ven y gritan que hay que irse cuanto antes, a toda prisa, a la Plaza Río de Janeiro.

Toda la ciudad está como en el borde de un precipicio: en menos de una hora sabremos que para muchos así fue y que cientos, miles, cayeron en el abismo, fueron aniquilados o lo perdieron todo, menos la vida; otros quedaron heridos en el espíritu o el cuerpo, luego de ver impotentes cómo se esfumaba, entre el polvo, todo su patrimonio. En unos momentos más una muchedumbre de jóvenes y de ciudadanos de toda condición se lanzará a las calles para protagonizar uno de los episodios más llamativos de solidaridad que hemos vivido en México, solamente comparable a los despliegues de compasión y de febril actividad humanitaria de septiembre de 1985.

Pero yo no puedo olvidar, ni olvidaré, a mi amiga en septiembre de 2017.

Como tampoco puedo olvidar todo lo que sucedió hace 32 años en esta misma ciudad. Mi primera impresión profunda del terremoto de entonces fue ver los maniquís tirados en el escaparate de unos grandes almacenes comerciales. Objetos inanimados, esos maniquís derribados me produjeron estremecimientos inéditos, aunque nada sabía aún de lo que había ocurrido en la megalópolis, la tragedia que se estaba desplegando. Aquellos maniquís eran una especie de símbolo o prefiguración de los miles de muertos de esa fecha que ya sabemos, como se repitió este año.

No olvidaré el gesto de temor y el hermoso rostro de mi amiga extrañamente ennoblecido por la angustia. Tampoco su actitud para proteger a sus empleados, como si los abarcara con el solo gesto de sus brazos. Pero quizá debo precisar: mi amiga estaba rodeada de sus empleadas en esa calle de la colonia Roma, pues la mayor parte de quienes trabajan con ella son mujeres. Esa precisión es esencial: mujeres unidas en un abrazo del que se desprende una imagen primordial de preservación de la vida. Han cerrado una especie de anillo en torno a mi amiga y esperan inconsolables que concluya el movimiento de la tierra.

“La verdad —me escribió mi amiga unos días más tarde— es que quería aferrarme a todas para que si moríamos, lo hiciéramos abrazadas y juntas.”

Cuando el movimiento de la tierra cesó, sentí que estábamos vivos y supe que no todo estaba perdido.

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