Una de las características de la biografía contemporánea, por ansiedad profesional bien entendida o gracias al oportunismo comercial, es haberse extendido hacia las familias de los personajes célebres o celebrados. Compañeras de escritores como D.H. Lawrence o W.B. Yeats fueron personas con un valor propio, no del todo subordinadas al destino de sus maridos, como Freida von Richthofen, en el caso del autor de El amante de Lady Chatterley o reacias en su calidad de musas rebeldes y mujeres independientes, como Maud Gonne, la altiva nacionalista, frente al poeta irlandés.

Escritor menor, aunque con obra propia, Leonard Woolf ha sufrido todas las suertes del consorte biografiado, acusado lo mismo de llevar a la locura a su célebre esposa Virginia, que de haberlo sacrificado todo por ella. El poeta Paul Claudel, mala persona según casi todos sus amigos, fue condenado por haber sido cruel e indiferente ante el destino de su hermana Camille, la escultora, víctima de su amado Auguste Rodin y quien acabó, ella, por morir en un manicomio después de 30 años de reclusión. Sólo a la muerte en 1955 del odioso poeta (tras la humillación de ver al novelista Mauriac, otro católico, llevarse el Premio Nobel que anhelaba), la familia Claudel trató de darle digna sepultura a Camille, lo cual fue imposible. Sus restos habían desaparecido. Las cenizas de Eleanor Marx, tras una larga travesía, corrieron con mejor suerte.

Es conocida y muy recordada, en este bicentenario del nacimiento de Marx, la dramática vida de sus hijas. La mayor, Jenny Longuet (1844–1883), casada con un veterano de la Comuna de París, murió de cáncer de vejiga poco antes que su padre. Laura (1845–1911), en cambio, cumplió un pacto suicida con su marido, Paul Laforgue, autor socialista de El derecho a la pereza. Hoy el episodio calificaría como la elección de una muerte digna, la de ellos, viejos y achacosos, sin hijos, al decidir despedirse juntos. La menor, la hija londinense de los Marx, Eleanor, conocida en casa como Tussy (1855–1898), también se suicidó, envenenándose al enterarse de que su amado Edward Aveling, un agitador político de escasos escrúpulos, se había casado en secreto con una joven actriz. Eleanor, cuya traducción al inglés de Madame Bovary fue la única en el mercado durante décadas, concitando la furia, por sus dislates, del gruñón Vladimir Nabokov, tuvo las libertades que suelen ganarse los hijos más jóvenes dado el cansancio de sus progenitores y la mudanza de las costumbres. Eleanor, según Jonathan Sperber, uno de los más recientes y confiables biógrafos de Marx, fumaba en público y leía el periódico sola en los cafés.

Militante, como sus hermanas, Eleanor fue más allá de la mera difusión de la obra de su padre (quien rigió con patriarcal inclemencia su vida sentimental, vetando pretendientes y a quien Ibsen Martínez, en su novela, lo considera probable abusador de su hija) y trascendía en el feminismo socialista hasta que no protagonizó aquel melodrama en 1898. El señor Marx no está en casa (2009) viene a cuento (o aparece en mis cuentas literarias, más bien), precisamente porque es una novela y no una biografía, ejemplo de cómo un conjunto histórico (en este caso Marx y sus hijas), puede ser de rica utilidad para propósitos novelescos, pues no otra cosa ha hecho Ibsen Martínez.

Él mismo (o su álter ego) es un guionista de televisión especialista en culebrones y ha escrito El señor Marx no está en casa, menos para hablar de los Marx que de su mundo, un melodrama como el de cualquier otro padre de familia en un ambiente muy distinto al de Eleanor, de la cual el narrador, como debe de ser, se enamora. No se trata del lánguido crepúsculo victoriano, sino del falso, munífico y petrolero amanecer del chavismo cuyos antecedentes roza Martínez en otra novela (Simpatía por King Kong, de 2013) y la vida imaginada de Eleanor, es un espejo donde el narrador se ve a sí mismo, deformado, intercalando, al de los Marx, su propio melodrama, poniendo, como dijo al respecto de esta novela Carlos Franz, los recursos del culebrón al servicio de la ficción histórica.

Gana la biografía (pues quien desconozca la vida de las hermanas Marx buscará los libros de Yvonne Kapp, Rachel Holmes o de Ronald Florence) y gana la novela pues El señor Marx no está en casa es un ejemplo de verdad novelesca. Cuando aparece el propio Marx, haciéndole una única visita a su hijo ilegítimo, el obrero Freddy Demuth, la escena parece sacada de El mago de Oz o de Alicia a través del espejo y si me apuran hasta de Hardy, gracias, acaso, a la obsesión del narrador por su género, la nada fácil maestranza de contar historias sentimentales mil veces repetidas y obligadas a sorprender a quien se ha dejado vulnerar en ese estado. Y sí como el amorío entre el narrador y Gloria, quien lo planta por su marido enfermo, se frustra por un rato, es el propio Freddy Demuth (materia de varias fantasías literarias, una de ellas del mexicano Mauricio Carrera), quien desenmascara, en la trama adjunta, el misterio en el suicidio de Eleanor Marx. Eso no seré yo quien se lo cuente al lector.

Ibsen Martínez, actualmente exiliado en Bogotá, perseguido por la dictadura venezolana, se rehusó a la treta romántica de hacer fogatas sobre héroes y tumbas. Bebió de la historia, ese pozo sin fondo, para mirarse en su debilidad y en su fortaleza. A diferencia de su Marx, a Ibsen Martínez (Caracas, 1951), no le irrita que aguarden por él en el anden de una estación de tren.

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