La lectura de poesía en voz alta, como todo, tiene su historia. Una vez extasiado por la visión de Une lecture (1903), el óleo sobre tela de Théo van Rysselberghe, expuesto en un museo de Gante, Vincent Laisney escribió En lisant en écoutant. Lectures en petit comité, de Hugo à Mallarmé (Les impressions nouvelles, París, 2017), donde se nos cuenta cómo y por qué a los poetas (franceses y belgas), les dio por reunirse a leerse sus versos, práctica muy común en un siglo, el XIX, donde la imprenta parece —falsamente— dominarlo todo.

La viuda del pintor sería Maria van Rysselberghe (1866–1959), quien apodada como “la petite Dame” fue la confidente de André Gide: le confió las tareas de ser su Boswell, es decir, las de llevar la bitácora de su genio. Y más que eso: la hija de Maria, Elisabeth, se convirtió a su vez en la madre de la única hija de Gide, quien confrontó felizmente su abierta homosexualidad con los peligros y los placeres de la paternidad.

En aquel cuadro de Van Rysselberghe (1862–1926), la figura central con la mano extendida escanciando el verso, es el poeta Émile Verhaeren (belga, como el matrimonio Van Rysselberghe) acompañado, en diferentes posturas, por otros siete amigos, en torno a una mesa donde está la prueba de que aquella fue una larga sesión de lectura. Algunas figuras en el cuadro le dicen poco al lector contemporáneo, aunque dos de ellos acabarían por ser Premios Nobel de Literatura: Gide mismo y el hoy poco leído dramaturgo Maurice Maeterlinck, amigo de los insectos. Está el biólogo Félix Le Dantec, junto con Félix Fénéon, quien lo mismo escribía lo que hoy llamaríamos microficciones que arrojaba bombas por furor anarquista; está el poeta Francis Vielé–Griffin, quien pasó por ser el delfín de Mallarmé, Henri-Edmond Cross, pintor puntillista y el crítico Henri Ghéon.

Laisney, simpático como ensayista, nos explica que la lectura en común fue una práctica permanente en todos los cenáculos literarios decimonónicos y que a diferencia de las anteriores al romanticismo, tenía un aire de concentrada informalidad. El género cayó en desuso hacia 1900 cuando el asunto se tornó público. Al preferir que fuesen actores quienes declamasen sus versos, los poetas cedían su doble condición de creadores e intérpretes, dejando el delicado asunto en improvisados (al menos en el dominio de la poesía), quienes disgustaban al público y a los propios vates. La idea de la lectura en voz alta como una muestra de la personalidad escénica, casi escultural, del poeta, es moderna o más bien propia de la vanguardia, aunque en ello, como en tantas otras cosas, Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, fueron los precursores.

El monocorde Baudelaire, rehuía los efectos e impostaba un aire ascético, mientras que el siempre joven Rimbaud era, desde luego, brutal al leer en voz alta, enemigo de las declamaciones pomposas e hinchadas de los románticos, tan atentos a galantear con la galería, como Leconte de Lisle, poeta coronado de los simbolistas y enemigo de toda dicción herética. Mallarmé, como aquel San Ambrosio sorprendido por Agustín de Hipona leyendo en silencio –novedad absoluta hacia 400 d.c–, creía en la lectura silenciosa como operación mental y escena interior, de tal forma que en sus recepciones del martes nadie osaba declamar. Eso era lo anti–poético por excelencia para el autor de Un Coup de dés.

Así que es falso, se nos dice en En lisant en écoutant, que la lectura en “petit comité” fuese ajena a los grandes autores —incluyendo a los novelistas pues el solitario Flaubert la apreciaba mucho­— y propia sólo de la gente de teatro o de los folletinistas, quienes probaban sus efectos dramáticos leyéndole sus cosas a propios y extraños.

Laisney observa a detalle el cuadro de van Rysselberghe: Le Dantec calcula, Vielé­–Griffin sueña, Fénéon disecciona, Ghéon asiente, Gide medita, Maeterlinck sueña y Cross se distrae, casi todos atentos al brazo métrico de Verhaeren. Esas lecturas no fueron, desde luego, del gusto de todos, al grado de que entre la lectura del Saül, de Lamartine en 1819 y el Saül, de Gide, en 1899, salieron no pocas chispas. Estaba en la personalidad de Sainte–Beuve, cuando todavía escribía poemas, acobardarse al leer sus versos frente a Victor Hugo, su ídolo, más tarde traicionado e incluso en 1833, un periodista se burló del género en “Les Soirées d’artistes” imaginando, no sin razón, que en estas sesiones abundaban los halagos mutuos, las excentricidades sabiondas y las zalamerías sin cuento ni fin, aderezadas por la vanidad literaria, reina del mundo.

Antes de la declamación pública finisecular, hubieron de ponerse de moda, entre los escritores de segundo rango (y no tanto), las “lecturas dramáticas”, fuente de ingreso no desdeñable para algunos literatos, situación riesgosa, apunta Laisney, para la contradicción romántica entre la exigencia de originalidad, garantía del genio y la necesidad de plegarse al público profano.

Se pregunta Vincent Laisney, como era de preverse, qué tan sinceros eran los escuchas del viejo Chateaubriand leyendo en casa de su amada Madame Récamier. Sainte­–Beuve, quien también estuvo allí, apuntó —una vez muerto el patriarca, desde luego— que allí no había la vieja “comunión lírica” de los cenáculos, sino el servilismo impuesto por un viejo grandilocuente. Y el autor de En lisant en écoutant, se pregunta lo que todos nos hemos preguntado cuando hemos leído unos versos o el fragmento de una novela a un grupo de amigos y sólo hemos obtenido, para empezar, un silencio embarazoso, un enigma cuya esencia ignoramos. ¿Pertenecerá, ese silencio, a la adhesión conmovida o a la reflexión precedente a la crítica implacable?

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