Los mitos están para ser revisitados y no otra cosa ha hecho Orhan Pamuk en La mujer del pelo rojo (2016), su novela más reciente. El turco —Premio Nobel en 2006— recurre a la leyenda de Edipo y la complementa con la de Rostam, héroe del alguna vez llamado heréticamente “el Corán de los persas”, obra del poeta Ferdousí (935-1020). En esta épica real, al mítico Rostam le toca asesinar, sin conocer su identidad, a su propio hijo, Sohrab, aunque en la novela de Pamuk (Estambul, 1952) sea el hijo quien mate, al parecer en defensa propia, a su propio padre, con el cual se había encontrado por primera vez, cara a cara, apenas unas horas antes.

Del mito, también, proviene el melodrama y sus mutaciones a lo largo de la cultura popular y de la literatura. La mujer del pelo rojo, en manos menos aptas, pertenecería sólo al vodevil, donde una bella actriz manda matar, por aparente codicia, al padre de su hijo, fruto del sexo ocasional, cuatro décadas atrás en una Turquía, que como en todas las novelas de Pamuk, es el verdadero ser que habita y nutre la trama.

Más que el desenlace criminal de La mujer de pelo rojo (PRH), el libro importa por la relación establecida entre el protagonista (y al final, víctima de su inesperado hijo) y un pocero, con el cual trabaja durante unas vacaciones, en la adolescencia, ayudándolo a cavar hasta encontrar agua y construir un pozo. Esta amistad entre maestro y aprendiz, trasunto del Viaje al centro de la tierra, de Verne, dibuja la antiquísima idea de que la penetración en el corazón de la tierra es otra modalidad del viaje celestial. Así, la mina —me acuerdo de Amirbar, de Álvaro Mutis— guarda los metales preciosos de la redención y hasta del acto de procrear. El aprendiz, bien casado después, luchará sin éxito por engendrar una creatura con su esposa, ignorante de que ese hijo ya lo tuvo durante aquella aventura, con la actriz pelirroja, ocurrida mientras trabajaba en el descampado con el proverbial Mahmut Usta. La mina será una matriz y la tierra, embarazada con su simiente, se cobrará venganza mediante un crimen cósmico. Como en Sófocles o en el Shahnameh o Libro de los Reyes.

El numen de La mujer de pelo rojo está, entonces, en la mina, invertida cueva celeste. El resto pertenece a la biografía de un hombre y de un par de mujeres: la madre misteriosa y la esposa a la postre infértil. “Como mujeres”, dice la primera de ellas, “no teníamos ninguna culpa de lo ocurrido, porque todo había sido dictado por los mitos y la historia”. Y a la Historia, con mayúsculas, recurre Pamuk: la persecución de sus militantes de izquierda (como el padre del protagonista) en Turquía, los golpes de Estado, la acelerada urbanización de Estambul y su destrucción modernizadora, que al novelista, también historiador de su ciudad, le duele en el alma.

Algo hay de convencionalismo en Pamuk, sin duda, y esta novela lo prueba: agrada al lector por lo bien construido que está el texto, por la simetría de sus capítulos, la personalidad bien cincelada de sus personajes y el encanto, siempre bajo control del novelista, no tanto de lo real maravilloso —como se esperaba en América Latina de nuestros novelistas hace medio siglo— sino de ese numen que Pamuk controla con pericia. Es de los novelistas que ejercen sobre sus creaciones una disciplina militar y a veces, sus novelas, más que jardines, montañas o pantanos, parecen cuarteles. No hay espacio ni para la indisciplina ni para la discrepancia, el error artístico, fuente de tantos milagros, está técnicamente descartado. Literatura industrial de excelencia, pero literatura industrial al fin y al cabo, me temo.

Eso echo de menos en Orhan Pamuk, aunque mi extrañeza sólo sea una afectación desagradable. Es fruto de sus virtudes pues sólo a quien hace todo bien se le puede reprochar la perfección. Yo prefiero novelas donde el defecto, cierta falta de oficio, la presencia de una predilección enfermiza por un personaje que no lo merece y algún otro avatar imprevisto, me devuelva a la maleabilidad del arte. Siempre espero esa bendita lengua azucarada que sorprende a la creación con lo imperfecto, como decía, en la Edad Media, el poeta persa Saadi.

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