Se cumple un siglo de la aparición, en Madrid, del libro más maravilloso que el español ofreció durante el siglo XX, en mi modesta opinión, las Greguerías (1917), de Ramón Gómez de la Serna (1888–1963), quien posaba junto a su muñeca de cera tamaño natural. Murió en Buenos Aires el inventor de un género que, según él mismo aclaró en el prólogo a Total de greguerías (1962), no es aforístico porque nada tiene de enfático ni de discriminador. “Humorismo+metáfora: greguería”, dogmatizó RAMÓN –así, con mayúsculas—, se le citaba en sus días de gloria. Si acaso, concedía, “la Greguería puede tener algo de haikai, pero es haikai en prosa, así como es una kasida menos amorosa que la kasida”. Pero, se nos aclara, la Greguería no obedece a la sujeción de las diecisiete sílabas.

Cada época de la vida tiene sus greguerías, de tal manera que establecer el canon de mis predilectas atentaría contra el carácter cambiante y andariego de un género que va mutando junto a uno mismo. Algunas se vuelven anticuadas, otras premonitorias. Van las de hoy, como podrían ir las de mañana o las del 19 de noviembre de 1987, día en que me hice de mi ejemplar desvencijado del Total de greguerías:

—El café con leche es una bebida mulata.

—Los castillos son impresionantes porque, mirados al revés, son las calaveras de
los siglos.

—Hay cojos con pierna de palo que reflorecen cuando viene la primavera y se vuelven sátiros.

—El centenario consiste en limpiar con un plumero el busto en yeso del centenariado.

—El calvo parece que puede ver las estrellas sin levantar los ojos al cielo.

—Cuando me dan pena los inmortales es cuando pienso que todos pasaron por la fatiga de la última hora.

—Se equivocó, cruzó la pierna izquierda sobre la pierna izquierda y se quedó sin pierna derecha.

—En el excesivo silencio aparecen en el cerebro las hormigas del silencio.

—El hormiguero es el calambre de la tierra.

—Por lo despacio que camina vive tanto la tortuga.

—En suma lo que vale es la soma.

—Cuando el niño pierde su primer diente cree que ha perdido un hermanito.

—Tácito entra de puntillas en las bibliotecas.

—Los besos, como el champaña, son también secos, medio secos y dulces.

—Al vencido en una discusión hay que pagarle el café.

—Tocaba las llaves que llevaba en el bolsillo para llegar más pronto a casa.

—El camello es el único animal que nació con la montura ya hecha.

—La taquigrafía es lo único que une al Occidente con el Oriente.

—Hay recuerdos que tienen guantes y que por eso no podemos reconocerlos.

—Los remos lloran.

—La “q” es la “p” que vuelve de paseo.

—Dilema de la vida: bonita caja, pocos bombones; caja de cartón, muchos bombones.

—El claro de luna está, pero ¿y la yema?

—Estamos mirando el abismo de la vejez y los niños vienen por detrás y nos empujan.

—Camión: vehículo de guerra aunque haya paz.

—Sembró tapones de champaña y brotaban hongos de corcho, pero sin la botella
debajo.

—Las pirámides no se acuestan nunca.

—La calavera hace el gesto de hurgarse con un palillo en la muela del Juicio
Final.

—Siempre el hospital es la sombra del
circo.

—En los estantes del bar es donde únicamente hay fraternidad universal entre las botellas cosmopolitas.

—El vaso servido de agua, que viene con el café, es lo más litúrgico del Café.

—Por el ojo de la aguja se ve la montañita del más allá.

—A la estrella llena de sueño se le ve cerrar los ojos.

—Tenía un llavero tan poblado que parecía un pescador de llaves.

—En el agua bebemos recuerdos de
paisajes.

—La muerte es hereditaria.

—Los cocodrilos están amodorrados y soñando con ser carteras de señora.

—Amor a la velocidad: infidelidad a la vida y a la muerte.

—Cuando llega la tormenta parece que el cielo no la reconoce.

—Los muebles japoneses tienen la belleza de lo que se incendió.

—La ametralladora es la máquina de escribir de la muerte.

—En los pies está nuestro Polo Sur. Por eso se ponen tan fríos a veces.

—Lo mejor del teatro de Lope es que no tiene teléfono.

—Pasamos junto a ciertas paredes porque creemos que nos recuerdan.

Gran arte fue escribir las greguerías pero no poco arte se necesita para leerlas. Son huidizas: una vez transcrita alguna, uno debe perder a la greguería acaso para siempre porque quienes anotan la página en que la leyeron, con intenciones de citarla, doctos, traicionan su fugacidad (“Un perro es un sonámbulo que pasa”: juraría que es de RAMÓN, pero nunca la he vuelto a hallar). Además, es de comprobada mala suerte usarlas como epígrafes o lanzarlas como tiros al blanco.

Hay quien las memoriza y he sido testigo de heroicos combates singulares entre greguerianistas. Perdieron su tiempo en vano. Hemos de resignarnos: como los personajes que se sumergen en el metro, según Cortázar, las greguerías o nunca vuelven a salir de aquel subterráneo o reaparecen siendo muy otras –sean palabras, cosas o personas­– a como las encontramos por primera vez o las vimos descender en nuestra memoria.

Con la Greguería, Gómez de la Serna apostó por la metáfora, pues “todas las palabras y frases mueren por su origen correcto y literal, no llegando a la gloria más que cuando son metáforas, porque las hace abstractas y embalsamadas. La metáfora multiplica el mundo, no haciendo caso al retórico que prohíbe enlazar cosas sólo porque él es impotente para lograrlo”.

Se asumió descendiente de un linaje, RAMÓN. Lo habían conducido a la Greguería, aseguró, Eurípides, Shakespeare, San Francisco de Sales, Franklin, Apollinaire, Aloysius Bertrand, Jules Renard, Santayana, Max Jacob, Wilde, Saint–Paul–Roux y “hasta don José Zorrilla”, pero fue él, Ramón Gómez de la Serna, el empresario del circo, quien patentó, inmortal, un invento, que recurriendo a una pseudo greguería, consiste en asombrarse por ver una cosa por enésima vez y tenerla por novedad absoluta.

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