Prosigo mi lectura de César Aira. Una vez examinado El cerebro musical (2016), una suerte de cuentos completos que me animaron a ensayar una introducción general a su método, doy con la más reciente —en aparecer en México pues en la Argentina se imprimió en 2013— de sus novelas cortas. Se trata de El testamento del Mago Tenor (ERA, 2018) y de inmediato la comparo con alguna de las otras que he leído. Tiene escasa relación con ese enrevesado relato del viaje por la Pampa realizado por Aira en su primera novela (probablemente la mejor, Emma, la cautiva, del remoto 1981) ni con esa otra joya, Un episodio en la vida del pintor viajero (2000), que tan bien viste. Es ajena a Los dos payasos (1995), un fallido ejercicio beckettiano y a La villa (2001), una concesión a la novela miserabilista, una coda a Los olvidados buñuelianos. Acaso sólo temáticamente El testamento del Mago Tenor se asemeja a El pequeño monje budista (2005), donde a la manera de Ian McEwan, en El placer del viajero (1991), una pareja de turistas son engatusados, eróticamente en ese caso, en una Venecia cuyo nombre no se pronuncia. De Cómo me hice monja (1993), tan equívocamente célebre, preferiría hablar otro día, lo mismo que de mi preferida, Varamo (2002).
En El pequeño monje budista se asoma otra vez el principio aritmético tan caro al narrador argentino. Si en “Duchamp en México” importan las variaciones en el precio de ejemplares idénticos, comprados por el protagónico coleccionista, de un libro idéntico a otro, en El pequeño monje budista la realidad queda regida por la disminución en la estatura de los hospitalarios monjes, que va cerrando el universo de los inadvertentes —por curiosos— turistas franceses. En Aira todo es suma y resta; rehúye la multiplicación. Ajeno a lo geométrico —lo cual hubiera intrigado a su maestro Raymond Queneau— por ello desdeña el procedimiento de las muñecas chinas que engrandece (alguien diría, “que engorda”) la novela. Podría decirse, a la ligera, que en El pequeño monje budista impera una trampa que convierte a los intrusos en reos de la isla de la fantasía; es otra la broma, literariamente más linajuda, sugerida en El testamento del Mago Tenor.
La pregunta, que sabe a acertijo, es bastante famosa y yo mismo la he citado alguna vez. Motivó El mandarín (1880), de Eça de Queirós, gracias a Chateaubriand, quien en El genio del cristianismo (1802) se sirve del motivo. Es Eça quien resume, agregando “el botón”, facilidad técnica ausente en el dicho del vizconde: “Si a usted le bastara para convertirse en un rico heredero, con matar a un hombre que nunca hubiese visto, del que nunca hubiese oído hablar, que viviese en el último confín de la China, y que para eliminarlo sólo bastara tocar una campanita o apretar un botón… ¿Quién de nosotros no mataría al mandarín?”
El Mago Tenor se está muriendo en su retiro suizo y desde allí decide heredarle al Buda Eterno, habitante de un valle en la precordillera del Punyab, “el sobre lacrado que contenía el material de uso de su inesperada herencia”, no otra cosa que el regalo —no venta ni préstamo como es usual entre magos, se nos informa— del más querido de sus trucos. Para ello, un intermediario, llamado Jean Ball, deberá viajar hasta Bombay y aún más lejos, para cumplir con una encomienda que causará desbarajustes trascendentales cuyo desenlace, según Aira, sólo le corresponde saberlo al lector, condenado a roer “una sola vértebra narrativa”.
Si toda la escritura de Aira suele ser parafrástica, el orientalismo de El testamento del Mago Tenor es una hermosa y sutil parodia de Pierre Loti, tanto como Emma, la cautiva, tenía el sabor no sólo de Sarmiento sino de Euclides Da Cuhna. Aira —y por ello es uno de los ingenios mayores de nuestra prosa— modula la suya según lo que va a escribir, lo cual es hasta cierto punto contra natura. Como el box, obliga al cuerpo, a un movimiento contrario. Así, contrariado, Aira deriva la entrega del sobre lacrado a Jean Ball y El testamento del Mago Tenor pasa de ser la novela del mensaje a la novela del mensajero, individuo que acabará por descifrar su destino leyendo —habitualmente no lee nada el caballero— dos materiales bien distintos: la documentación académica que le dejó una pasajera amante india, desertora de la Sorbona, junto a una novela popular producto del culto multitudinario recibido, en la India, por el propio Buda Eterno.
Un poco como dicta el fantasmón de Melquíades en Cien años de soledad —la comparación quizá ofusque a Aira—, tenemos un Jean Ball, transfigurado en un Djinn Bowl, leyendo en tiempo real el desenlace de su destino. ¿Y el mandarín ejecutado? Fantaseo, colgado del puente de mis lecturas, con un Aira, quien desdeñoso de la teología moral del hipotético asesinato que intrigaba a Chateaubriand, pudo haber escrito otra versión del crimen perfecto, concentrándose no en el homicida invisible ni en el sorpresivo muerto, sino en la invención de un improbable —también para Eça de Queirós— mensajero. Este, a su vez se vuelve víctima de un drama 100 veces milenario —donde los avatares de las diosas hacen de las suyas— que sólo puede ocurrir en ese delirante basurero cósmico el cual es, en la imaginación punzante y lúdica, de Aira, aquello etiquetado como “la India Antigua”. Tal pareciese que César Aira ha enlistado los numerosos temas trascendentes de la novela moderna y para cada uno de ellos ha destilado un antídoto.