A sólo unos meses de la conmemoración número 15 del fallecimiento del escritor barcelonés Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), hace hambre.

Poeta, novelista, biógrafo, autor de ensayo, novela, cuento, teatro y mucho pero mucho periodismo, el hombre supo vivir, beber y comer, y esas características se las dio a algunos de sus personajes, señaladamente a Pepe Carvalho, detective, cinicazo para algunos asuntos pero de muy buen corazón para otros, como la amistad, y que sabe de cocina todo lo que un buen detective culto y gourmet debe saber.

Es cierto que para leer su obra completa nos llevaríamos quizá dos años, a buen ritmo, y que ir entresacando sus métodos y secretos de cocina implicaría otro año más. Pero por fortuna existe una maravilla de poco más de 300 páginas donde podemos aprender no sólo de la prosa del autor y de las aventuras de Carvalho, sino que luego de algunos párrafos de ejemplo del volumen que provienen, está la receta del plato que el detective prepara o degusta: Las recetas de Carvalho, se titula. Y si alguna vez, allá en el pasado, en México no teníamos las facilidades actuales para adquirir bienes culturales, hoy con un mínimo de empeño el lector puede tenerlo a mano, interesarse por los casos siempre llenos de realismo, de crudeza y hasta de un soplo de esperanza que conforman lo que se ha llamado con justicia la serie Carvalho y perderle el temor a la cocina.

Sería una canallada no mencionar sucintamente las obras referidas, para abrir el apetito y la voracidad lectora: Yo maté a Kennedy, Tatuaje, La soledad del manager, Los mares del Sur, Asesinato en el Comité Central, Los pájaros de Bangkok, La rosa de Alejandría, El Balneario, Asesinato en Prado del Rey, El delantero centro fue asesinado al atardecer, El laberinto griego, Sabotaje olímpico, El hermano pequeño, Roldán, ni vivo ni muerto, El premio, La muchacha que pudo ser Emmanuelle, Quinteto de Buenos Aires, El hombre de mi vida, Milenio I: Rumbo a Kabul, y Milenio II: En las antípodas.

Las recetas de Carvalho se compone de cinco apartados muy extensos. A saber: Las minucias de lo cotidiano; La soledad de los platos de fondo; La cocina de los pecados veniales; La cocina de los pecados mortales y Comer es inocente.

Leerlo es ya una delicia, como lo es tomar los alimentos o prepararlos. Para no quedarnos con hambre, rendirle honores a Vázquez Montalbán y despejar de una buena vez la incógnita de la tortilla de patatas, venga, lector amigo, y cocine esta versión libre, nacional, del plato.

Si quiere, tome nota: cueza, no fría, tres papas medianitas de las que tenga a mano en el mercadillo. Lo de freír es clásico, pero las papas tienden a absorber mucho aceite. Sazone, de preferencia con sal de Colima (ayuda de primera mano a nuestros productores y el resultado es espectacular), un poco, apenas un poco más de una pizca. Y, una vez a punto de cocerse, sáquelas del agua y resérvelas en una bandeja a temperatura ambiente: no se preocupe: con el calor que llevan, la cocción terminará de subirlas al punto exacto. Y, por el momento, olvídese de ellas.

Calma, vamos bien. Ahora, hay gente que le tiene “miedo” a la cebolla. No haga caso de semejantes burronadas y elija otra persona para compartir el prodigio (y, de paso, que sea justo esa otra para charlar en la sobremesa de la obra del catalán extraordinario). Entonces: cebolla blanca, mediana, pártala a lo ancho y luego saque de ahí las rodajas digamos como tres veces la de una rebanada promedio de jamón: que el cuerpo sienta lo que recibe, si no, ¿qué chiste? Tenga cuidado de no cometer el atentado de “desflemar” la cebolla (pasarla por líquidos raros para robarle su sabor). Y póngala a mano, porque la vamos a emplear en breve.

En un recipiente, mezcle seis huevos con las papas previamente troceadas. Caliente un sartén de pared alta y hágase de una palita de madera. Sazone de nuevo, un poco de sal y desde luego pimienta fresca (la que viene previamente molida también sirve, pero habrá de emplear más cantidad: la diferencia de precios no es significativa, el resultado sí que lo es). Ponga un poco de aceite en el sartén, que bañe las paredes, y vierta la mezcla. Ojo, no aceite de oliva, porque el “punto de humo” es muy bajo. Deje cocinar hasta que se forme una costra incipiente en el canto de la tortilla. Y sólo entonces, incorpore la cebolla y, aquí está el secreto de secretos: revuelva. Tal cual, sin temor a que se enoje y se ponga verde el chef Herrera. Espere un minuto, coloque un plato que cubra la boca del sartén, presione con firmeza, gire de un golpe y regrese a la sartén el preparado. Un minuto más, voltee de nuevo ahora sobre un plato limpio y a la mesa, con un vino afrutado, sin barrica.

“Hay que beber para recordar y comer para olvidar”, dice el epígrafe del propio Carvalho al libro que hemos manejado. Bienaventurada su prosa, don Manolo: esta lectura y la presente tortilla van por usted y el querido lector.

@cesarguemes

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