Hace poco más de un año leí en The New York Times que a un activista en favor de la democracia en Arabia Saudita lo había estado espiando el régimen de su país mandándole a su celular mensajes de texto diseñados para despertar su morbo y que diera clic. Al hacerlo, un sofisticado software infectaba su teléfono y el régimen tenía acceso a sus comunicaciones. Leí también que algo similar les había pasado a dos mexicanos que enfrentaban los intereses de las grandes refresqueras.

La historia me atrajo porque tiempo atrás yo había recibido mensajes de texto en mi celular pidiéndome que diera clic para ver ciertas fotos que supuestamente me habían tomado de manera clandestina. Sospeché que algo raro había detrás de esos mensajes y no caí en la trampa. Pero al leer el reportaje del NYT me puse en contacto con la Red por los Derechos Digitales, que estaba defendiendo a los activistas mexicanos. Ellos me contaron que varias personas se les habían acercado con el mismo problema. Al cabo de un tiempo, y acompañado del #GobiernoEspía, el mismo diario estadounidense publicó en su primera plana que un software adquirido por el gobierno de Enrique Peña Nieto había buscado espiarnos a periodistas, activistas y defensores de los derechos humanos.

Las investigaciones que se realizaron en torno a este escándalo apuntaron a que detrás seguramente estaba el Centro de Investigación en Seguridad Nacional (Cisen), que junto con otras dependencias públicas, había comprado ese software. En mi caso, los mensajes coincidían con la revelación de la ejecución extrajudicial en Tanhuato, una noticia que impactaba a la Policía Federal, y por tanto a Gobernación, de la que depende el Cisen.

Es una vergüenza que se utilice dinero público para espiar a periodistas. Es una vergüenza que el órgano de inteligencia del Estado mexicano incluya en su lista de objetivos también a defensores de derechos humanos, activistas y rivales políticos del gobierno en turno.

Pero también conozco a funcionarios del Cisen, desde los más bajos hasta los más altos niveles, que se juegan la vida, que emplean las herramientas tecnológicas y el presupuesto público de manera correcta. Me ha tocado relatar el extraordinario trabajo de inteligencia que significó para el Cisen sacarse la espina y recapturar a El Chapo Guzmán, o la cotidiana manera en que desarticulan amenazas de organizaciones terroristas internacionales que quieren usar México para entrar a Estados Unidos.

Y cómo sus agentes lo hacen sin la protección gubernamental que necesitan: cuando quieren infiltrarse en un cártel, por ejemplo, en lugar de que la cancillería y el INE les den pasaportes y credenciales oficiales con nombres falsos (como lo hacen todos los países del mundo con sus elementos, para protegerlos a ellos y a sus familias), los del Cisen tienen que ir a comprar sus falsificaciones a la Plaza Santo Domingo.

Por eso cuando el presidente electo López Obrador ratificó la idea de desaparecer el Cisen, las agencias de inteligencia de Estados Unidos y otros países expresaron, en privado, su alarma. El gabinete entrante ha ajustado: parece que ya no desaparece, sino se reorganiza. No está claro. Ojalá se mantenga y se refuerce, y sencillamente se aborte cualquier tentación de usarlo en misiones político-partidistas. Todo Estado necesita un órgano de inteligencia robusto. Para qué lo usa es lo que marca la diferencia.

SACIAMORBOS. Mucho se ha dicho de la cuestionada maniobra de Manuel Velasco para saltar de gobernador a senador dos veces. El PAN fue el único partido que se opuso en ambas votaciones. Sin embargo, el PAN sí avaló que uno de los suyos hiciera lo mismo que Velasco: el presidente municipal de Durango y simultáneamente senador, José Ramón Enríquez.

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