En su más reciente debate, los candidatos presidenciales discutieron distintas perspectivas para hacer frente a la irrupción incontenible del crimen organizado en la cotidianidad de los ciudadanos. La gran mayoría de las propuestas hallaron su justificación en dos extremos del espectro: la prevención y la readaptación. El único de los postulantes que se atrevió a aludir a la sanción penal fue “El Bronco”, aunque su intervención fue más bien anecdótica y sólo permitió al público satirizar con la posibilidad de mutilar a los delincuentes.

Habida cuenta de que nuestro sistema penitenciario ha fracasado en su misión de “reintegrar al sentenciado en el goce de los derechos, funciones o empleo de cuyo ejercicio se le hubiere suspendido o inhabilitado”; se ha vuelto necesario reflexionar sobre el esquema de sanciones sobre el que se apoya nuestra legislación.

En ese contexto, permanece vigente el libro Reflexiones sobre la pena de muerte, mismo que se articula en torno a las ideas abolicionistas de Arthur Koestler y Albert Camus alrededor de esa polémica. Inglaterra y Francia, países a los que los escritores aluden respectivamente, se encuentran entre los que han defendido con mayor ahínco los derechos civiles, pero que curiosamente abrogaron la pena capital pasada la mitad del siglo XX.

La argumentación de Koestler parte del instrumento de ejecución que fue el más extendido en Inglaterra: la horca. Los ahorcamientos cumplieron con la función social de exhibir la condena como una advertencia para todos aquellos que pensaran en delinquir, pero también fueron motivo de curiosidad y hasta de algarabía para quienes los atestiguaban.

El verdugo era considerado el encargado de salvaguardar la paz y de vengar las afrentas sufridas por la sociedad por parte de los criminales, mientras que los jueces eran admirados por su severidad, llegando a ser reconocidos más que por su labor de impartición de justicia por la cantidad de condenados a muerte que acumulaban.

Koestler ironizó acerca del arraigo de la horca entre la población y aseguró que por buena parte de ella los abolicionistas eran concebidos como individuos desprovistos de sentido del humor, incapaces de entender esa especie de broma macabra llamada pena capital.

Las deliberaciones de Camus tienen como punto de partida la máquina más temida por los “enemigos” de la revolución francesa: la guillotina. Si bien la decapitación era un castigo exclusivo para los aristócratas, entre las metas de la lucha revolucionaria estuvo la de eliminar la tortura y democratizar un formato de ejecución eficaz y que no implicara sufrimiento excesivo para su implementación.

Desde el punto de vista de Camus, la pretendida ejemplaridad de la sanción es un artificio de la hipocresía social, pues un asesino que esté convencido de consumar su crimen no habría desistido de hacerlo ni aun conociendo las consecuencias jurídicas que enfrentaría.

La pregunta por la pertinencia de incrementar la gravedad de las condenas sigue abierta. Si consideramos que la sociabilidad descansa en la naturaleza humana y no en la deriva del utilitarismo, enfrentamos la obligación de crear mecanismos para alcanzar la virtud social más importante, la justicia. Pero la inclinación a la justicia no basta para dar forma a una comunidad y restablecer la confianza entre el Estado y la ciudadanía, también se necesitan normas precisas, bien redactadas y eficaces.

La delincuencia ha alcanzado un grado tal de desarrollo y de autonomía que sorprende que nuestras autoridades reaccionen a ello con perplejidad. Si el gobierno no es capaz de controlar las consecuencias morales ni jurídicas de lo que su sistema penitenciario reproduce, estaremos cada día más cerca de caer en el vacío, en el estado de excepción, en la sed de sangre que fundamenta la venganza.

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