La lectura de una compilación de textos inéditos lleva implícito el enfrentamiento con el espectro de la incertidumbre. En la mayoría de los casos, es imposible averiguar siquiera si la disposición de las páginas corresponde a las expectativas de quien las escribió. Es recurrente la obsesión de muchos creadores sobre el destino de sus trabajos inacabados, como ejemplo de lo anterior basta con hojear El libro vacío de Josefina Vicens o el drama del ágrafo Barón de Teive, desarrollado por Fernando Pessoa en La educación del estoico.

Pero no todos los libros no publicados corrieron esa suerte por las mismas razones. Factores políticos, económicos y hasta familiares han apartado ciertos títulos de la imprenta. La erradicación de esa marginalidad depende de la pericia de un editor, cuyo oficio tiende a confirmar la sospecha de que la literatura es posible a pesar de los escritores.

Una loable labor de esta naturaleza es el que ha emprendido Patricia Rosas Lopátegui con la obra de Elena Garro. El año pasado, con motivo del centenario del nacimiento de la autora de Los recuerdos del porvenir, Rosas Lopátegui dio a conocer Cristales de tiempo, una antología de poemas hasta ahora desconocidos que se integran al corpus de una de las escritoras más talentosas de la literatura mexicana.

El volumen comienza con un estudio introductorio en el que Rosas Lopátegui advierte que la biografía y el quehacer poético de Garro se influyen a tal grado que por momentos resultan indistinguibles y enfatiza que, aunque desde sus pininos Garro dio muestra de su talento lírico, su dominio literario se extendió a la narrativa y a la poesía.

En el devenir vertiginoso de su existencia, Garro dejó una copiosa cantidad de papeles —manuscritos y mecanografiados— abandonados al azar. Muchos de ellos se extraviaron o fueron desechados, algunos otros se conservaron circunstancialmente entre sus pertenencias, casi siempre relegados a una intimidad que corría paralela a su lejanía de los círculos intelectuales: “Debido a las vicisitudes de sus múltiples mudanzas y, sobre todo, ante la presencia de sus entrañables gatos, los baúles de Elena Garro se fueron transformando en bolsas de plástico negro destinadas para la basura. Ahí se guarecieron de ‘las cabezas bien pensantes’, de los orines de los mininos, y esperaron pacientemente el día que verían los polvos multicolores del sol y las estrellas, los elementos cósmicos que pululan por sus ficciones”.

Los ejes temáticos apreciables en los poemas no difieren en mucho de los que son recurrentes en el resto de sus trabajos. La figura femenina pulverizada por la opresión familiar y social, la satanización de quien vulnera los roles de género, la evocación de la enfermedad mental como un medio a través del cual se busca minimizar la inconformidad de una mujer que aspira a transgredir los cánones de su generación. Quizás una de las mejores definiciones de Garro nos la ofrece Rosas Lopátegui en su prólogo: “El punto de partida de su escritura siempre fue la vida. Su matrimonio con Octavio Paz, por un lado, y su rebeldía en contra del establishment por el otro, hicieron de Elena Garro un ‘Ulises’, una trashumante, un ser cosmopolita. Memoria y periplo se conjugaron en su obra”.

El emergente reconocimiento a Elena Garro confirma su lugar como figura imprescindible, sin embargo, al tiempo que cobra visibilidad, el morbo y la confrontación la alejan de la escena artística y la acercan peligrosamente al terreno ideológico. Pese a los intentos de apropiación de su persona y de la reticencia de los herederos para la difusión del material ignoto —por la insana costumbre que caracteriza a la mayoría de los descendientes de un linaje intelectual de querer mimetizarse con sus predecesores—, esfuerzos como el de Rosas Lopátegui permiten que la obra de Garro siga brillando con luz propia.

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