Que en un país que batalla para crecer al 2 por ciento y con más del 50 por ciento de la población viviendo en niveles de pobreza el principal problema que preocupe a la ciudadanía sea la corrupción, dice mucho sobre la economía, pero más sobre la enorme corrupción que nos corroe.

El presidente Enrique Peña Nieto llegó al poder con la consigna de batallar contra la corrupción. Aun así, a un año de concluir su sexenio sigue acéfalo el Sistema Nacional Anticorrupción y pendiente de ser nombrado el Fiscal General de la Nación. Si pretendían que este papel lo llenara Raúl Cervantes, la cercanía con el presidente primero, y el escándalo de su Ferrari con placas de Morelos para evitar pagar la tenencia de la CDMX después, fueron suficientes para enterrar las aspiraciones de Cervantes a la Fiscalía. Su renuncia a la PGR fue sorpresiva porque vivimos en un país en donde hacer trampas y romper la ley no conlleva castigo alguno. La norma es la combinación de corrupción e impunidad. Si la cabeza actúa así ¿qué se puede esperar del resto de los ciudadanos? Y la cabeza fue corrupta. No por tener un Ferrari, sino por emplacarlo de forma ventajosa.

Lo que sigue será sumamente complicado. El presidente Peña Nieto tendrá que nombrar a su cuarto procurador del sexenio en donde deberá aclarar desde el primer momento que esa persona queda fuera de la terna para la Fiscalía. Y aun así, llegar a una nueva propuesta para el primer Fiscal General de la Nación con el ambiente actual, cargado del ánimo electoral, se antoja complejo. Es el panorama menos propicio para mejorar el Estado de Derecho: una mayor politización de la justicia.

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