El cabildo del municipio de Piedras Negras, Coahuila , es uno de los escenarios más recientes de la cada vez más presente violencia política de género en el país, una violencia de la que poco se habla, pero que mucho importa. Resumo el caso: hace unos días uno de los regidores del ayuntamiento, Lorenzo Menera Sierra, declaró públicamente: “Deseo que la alcaldesa Sonia Villareal Pérez y las regidoras sean golpeadas y violadas para que sientan lo que han sufrido otras mujeres ”. Así. El regidor reaccionaba con estas palabras a una declaración que había hecho una de sus compañeras de cabildo. Fue tal el escándalo que el asunto llegó al Tribunal Electoral de Coahuila, que dictaminó hace unos días que Menera ejerció violencia política de género en contra de la alcaldesa y sus compañeras. La sentencia solicita que el regidor pida una disculpa pública y que retire de internet varias publicaciones en las que agrede a las mujeres que forman parte del cabildo municipal. El caso llegó también al Congreso federal, en donde integrantes de la Comisión de Equidad de Género buscan someter a juicio político al regidor (ahora independiente, pero que busca ser candidato a la alcaldía de Piedras Negras por la coalición Juntos Haremos Historia , conformada por Morena, PT y PES ). Ya veremos si la coalición, después de lo sucedido, termina por arroparlo con la candidatura.

Lo sucedido en Piedras Negras es un botón de muestra. Como las muchas otras violencias, la violencia política de género se ha extendido en el país en los últimos tiempos y sus expresiones son variadas. Desde asesinatos de mujeres que participaban activamente de la vida pública, pasando por agresiones como la documentada en el caso del regidor Menera, el condicionamiento de programas sociales o la coacción del voto. Y debiera ser evidente, pero no lo es: cualquier elemento que limite la libre expresión de ideas, la participación y el derecho de las mujeres de participar en la vida pública del país es un duro golpe a nuestra democracia .

Y aunque ha habido avances en términos de paridad de género en el ámbito público, la política en México sigue siendo gobernada por una visión patriarcal, en donde la toma de decisiones —las “verdaderas”, las que importan— se continúan percibiendo como un asunto de varones y no de mujeres. En decenas de Congresos locales, por ejemplo, las legisladoras ocupan pocos cargos de decisión, se les excluye de las comisiones “de peso” y se les relega a aquellas que tienen que ver con áreas light. Líderes comunitarias y activistas frecuentemente encuentran en su trabajo diario intimidaciones, acoso y hasta violencia física por el simple hecho de buscar participar en la toma de decisiones o en la creación de políticas públicas.

En México, la violencia política de género ha encontrado tierra fértil: instituciones débiles y mecanismos de protección a los derechos de las mujeres poco eficientes. Tan sólo de 2012 a 2017, la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (FEPADE) abrió 190 carpetas de investigación y averiguaciones previas por delitos de violencia política en contra de mujeres en México. En casi ningún caso ha habido castigo para los responsables.

Durante este proceso electoral, la señal debe ser unívoca desde los partidos políticos y las instituciones del Estado mexicano: cero tolerancia. No podemos aceptar como si fuera normal la noción de que una mujer violentada por razones políticas “se lo ganó por meterse en esas cosas”. Las mujeres no deben pagar ningún costo por opinar, legislar, gobernar, votar o defender la causa que quieran. Ya no más. Pensar así equivale a decir que los jóvenes que desaparecen en México “seguro andaban metidos en algo” o a que la chica a la que asesinaron “la mataron por andar en malos pasos”.

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