Según datos oficiales, 471 personas perdieron la vida a consecuencia de los terremotos del 7 y 19 de septiembre. Fue una tragedia monumental que concentró la atención del país, detonó una gigantesca oleada de solidaridad y obligó a una movilización sostenida (aunque insuficiente) de recursos del Estado.

Casi en paralelo, tenía lugar otra catástrofe en México. En el mes de los sismos, en la temporada de la generosidad, 2 mil 564 personas fueron asesinadas, según el conteo oficial. Una cantidad de muertos casi seis veces mayor que la que dejaron los sismos.

Y para esas víctimas, sus familias y sus comunidades, no hubo brigadas de rescate, ni centros de acopio, ni fondos públicos, ni conciertos masivos. No hubo primeras planas ni programas especiales en la televisión. Hubo, como ya es costumbre en este tema, silencio e indiferencia.

Esto no es crítica, sino mera observación. Hay víctimas que le importan más al país que otras. Y las de la violencia homicida están muy abajo en la lista de prioridades.

¿Por qué? No lo sé de cierto, pero van algunas posibles explicaciones:

1. Salvo excepciones, la violencia homicida es un fenómeno de víctimas solitarias. Sí, hay masacres y asesinatos múltiples, pero no son la norma. En lo que llevamos de 2017, se han registrado 18 mil 505 carpetas de investigación por el delito de homicidio doloso, las cuales involucran a 21 mil 200 víctimas. Es decir, hay 1.14 víctimas por carpeta. No hay puntos focales de la tragedia, lugares donde se pueda concentrar la atención. Hay tantos incidentes que la mayoría se acaba volviendo invisible.

2. La violencia homicida afecta en altísima proporción a jóvenes, pobres y con bajos niveles de instrucción formal. En 2016, 63% de las víctimas de homicidio, según el Inegi, tenía menos de 40 años. Tres de cada cuatro víctimas no pasaron de la secundaria. Sólo 6% de los asesinados podían ser clasificados como profesionistas. En resumen, este fenómeno se ceba sobre grupos demográficos con bajo peso político y baja visibilidad mediática. No hay casi voceros de clase media (como sucedió en el sismo) que eleven el perfil de las víctimas. El resultado es la oscuridad.

3. En muchos casos, hay una condena moral a las víctimas. Tanto en la cobertura mediática como en la respuesta política, se asume a menudo que alguien que acaba asesinado se lo merecía. Porque “andaba metido”. Porque es “entre ellos”. Porque es un “ajuste de cuentas”. Y si “andaba metido”, si era de “ellos”, si había alguna “cuenta” que ajustar, la víctima no merece compasión. Bien que se buscó la bala asesina o los instrumentos de tortura.

Sumado, todo lo anterior conduce a la invisibilidad de la tragedia, a muertos que no importan o que importan como estadística, a víctimas que pesan poco en la discusión moral y política. Eso es receta perfecta para que nadie haga nada, para que las autoridades se paralicen, para que no haya investigación y la impunidad sea la marca de la casa.

No tengo muy buenas respuestas a este problema. Salvo una: tenemos que darle nombre e identidad a los asesinados. Desde los medios, hay que contar historias y no sólo cadáveres. Y desde el activismo, hay que tratar de dar voz a los que no la tienen. Desde hace algunos meses, una coalición de organizaciones sociales, encabezadas por México Evalúa, impulsa la iniciativa #MXsinhomicidios. Hay que apoyarla por todas las vías posibles.

En resumen, esta tragedia cuenta tanto como los sismos. Estas víctimas cuentan tanto como las que murieron bajo los escombros. Y así habría que tratarlas.

alejandrohope@outlook.com.
@ahope71

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