Hace cuatro décadas, Nueva York era sinónimo de distopía urbana. Una ciudad al borde del caos, ahogada en delito, dominada por pandilleros.

Algo de esa imagen era hipérbole, pero algo tenía de verdad. A finales de los ochenta, la ciudad registraba más de 2 mil homicidios al año y los asaltos abundaban aún en zonas relativamente seguras.

Y de pronto, a partir de 1990, los índices delictivos empezaron a bajar y siguieron bajando por una generación entera. Para 2016, la tasa de homicidio había disminuido 87% desde el pico de la serie, la de robo a mano armada 84%, y la de robo de vehículos, 94%.

Parte de la caída es reflejo de tendencias nacionales. La tasa de homicidio en Estados Unidos disminuyó más de 50% en el mismo periodo. Pero en Nueva York, la caída fue más profunda y prolongada. Como afirma el criminólogo Franklin Zimring, autor de un libro sobre la reducción del delito en Nueva York (http://amzn.to/2krRNF1), no hay muchos precedentes de un fenómeno similar.

¿Qué produjo el milagro? No se sabe con certeza: de 1990 a 2000, la caída siguió de cerca las tendencias nacionales y pudo haber sido el efecto combinado de cambios demográficos, condiciones económicas favorables y el fin de la epidemia del crack (entre otros factores). Sin embargo, a partir de 2000, la caída se suavizó en el resto del país, pero continuó con la misma pendiente en Nueva York.

¿Cambió la estructura socioeconómica y demográfica de la ciudad? Sí, pero no dramáticamente. De hecho, el número absoluto de hombres jóvenes de grupos minoritarios y socialmente excluidos creció en la ciudad desde inicios de los noventa.

¿Tal vez hubo mayor presencia policial en las calles? Puede ser, pero hay un problema de temporalidad: el número de policías creció en los noventa, pero decreció en la década posterior a 2000. El efecto neto (+15%) parece demasiado pequeño para explicar una caída tan grande y tan sostenida.

¿Qué tal la “tolerancia cero”? ¿No se aplicó en Nueva York la llamada teoría de las “ventanas rotas“? Sí en la retórica, pero no en los hechos: como explica Zimring, hubo un ligero incremento de detenciones por faltas de orden público, pero el esfuerzo policial se concentró en delitos serios.

En el fondo, no hay una respuesta completamente satisfactoria al enigma. Sin embargo, como destaca Zimring, el caso de Nueva York arroja cuatro lecciones fundamentales para el futuro del control del delito:

1. La policía importa: invertir en la policía, reorientar sus prioridades y transformar sus procesos puede tener efectos positivos.

2. El encarcelamiento masivo es irrelevante: contrario a lo que sucedió en el resto de Estados Unidos, la población penitenciaria no creció entre 1990 y 2010 en Nueva York.

3. Es posible controlar el problema del delito sin resolver el problema de las drogas: no hubo una disminución significativa del consumo de drogas ilegales en Nueva York. Tampoco hubo legalización alguna. No obstante, la violencia asociada a las drogas se desplomó.

4. El delito puede disminuir sin una transformación radical de la sociedad: en Nueva York, los fenómenos supuestamente causantes del delito (pobreza, desigualdad, racismo, etcétera) siguen estando allí, pero la prevalencia del delito es mucho menor.

Esa es tal vez la lección principal de Nueva York: la seguridad puede mejorar sin que todo cambie. Pasar de la urbe caótica de los setenta a una de las ciudades grandes más seguras del planeta no es poca cosa. Y se hizo sin transformar a la sociedad, sin eliminar o legalizar las drogas, sin castigar todo y a todos, y sin incrementos radicales de fuerza.

Aunque suene a lugar común, si ellos pudieron, nosotros también. Tal vez.

alejandrohope@outlook.com
@ahope71

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