En los meses iniciales del sexenio, no había palabra más socorrida que coordinación. Esa era, en la perspectiva del nuevo equipo gobernante, la clave para restablecer la seguridad perdida. En diciembre de 2012, al delinear su política en la materia, el presidente Enrique Peña Nieto ubicó a la coordinación como una de seis grandes líneas de acción. Unos meses después, mejorar la coordinación se convirtió en el primer objetivo del Programa Nacional de Seguridad Pública 2014-2018.

¿Y eso era malo? No necesariamente, pero sí reflejaba un problema serio en el diagnóstico. Así lo escribí en un artículo sobre el tema en 2013: “Sacralizar a la coordinación es un despropósito monumental. Es muestra patente de falta de claridad sobre lo que se quiere. Peor aún, revela un simplismo radical en el diagnóstico sobre la inseguridad: para los idólatras de la coordinación, el problema del delito y la violencia es de operación política y control de acuerdos. Parecen decir que nuestras dificultades provienen no de nuestra fragilidad institucional, no del desastre de las policías, las procuradurías o las prisiones, sino de un hecho coyuntural: Calderón no conducía bien las juntas y no le hablaba bonito a los gobernadores”.

Meses después vino la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y el discurso cambio. Las referencias obsesivas a la coordinación desaparecieron del discurso oficial. Nadie en el gobierno federal quería recordar (ni que le recordaran) la magnífica coordinación que supuestamente existía con el entonces gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre.

A partir de ese punto, la discusión fue sobre mando único y ley de seguridad interior y muchos otros temas, pero no sobre coordinación (al menos no con la intensidad). El fetiche había muerto.

O eso creía yo hasta que iniciaron las campañas electorales. La obsesión por la coordinación ha regresado por sus fueros.

Alejandro Gertz Manero, miembro del Consejo Asesor para Garantizar la Paz creado por Andrés Manuel López Obrador, afirmó hace unos días lo siguiente: “(AMLO) parte de un principio que es muy razonable. La estructura que ha estado combatiendo el delito en los últimos 12 años ha sido francamente disfuncional y necesita de mejor coordinación”.

Asimismo, en el Proyecto de Nación presentado por el (casi) candidato de Morena, se habla de crear una “instancia de coordinación permanente, bajo la dirección directa del titular del Poder Ejecutivo”.

Por su parte, en la plataforma de la coalición Por México al Frente (PAN, PRD, MC) se propone “consolidar un mecanismo de coordinación interinstitucional entre las instancias encargadas de la seguridad”.

Por último, José Antonio Meade, (casi) candidato presidencial del PRI, PVEM y Panal, afirmó recientemente que “la seguridad pasa por el control de armas, el control de efectivo, cooperación entre niveles de gobierno e investigación contextualizada”.

Supongo que hay algo reconfortante en la teoría de que el problema de la seguridad es básicamente gerencial y que se puede resolver con tan sólo sentar a todo mundo a la mesa.

Pero no deja de ser peligrosa su reaparición constante en nuestra discusión pública. La coordinación, así sea maravillosamente fluida, no puede tapar la debilidad institucional. Las dependencias federales pueden tener una magnífica relación de trabajo con, por ejemplo, las autoridades de Guerrero, pero eso no hace menos disfuncional e incompetente a la policía de ese estado. Andar de grupo en grupo y de reunión en reunión esconde el problema, no lo resuelve.

Bienvenida sea entonces la coordinación, pero no la convirtamos en un fetiche. No le atribuyamos poderes mágicos. No otra vez.

alejandrohope@outlook.com
@ahope71

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