Recibir este premio de una organización como el Pen Club es de lo mejor que me ha sucedido en 39 años de vida en el periodismo. Conocer la noticia en voz de alguien que admiro tanto como Magali Tercero, y compartirlo con colegas como Gerardo Albarrán, Francisco Goldman, Fernanda Melchor, Philippe Ollé… me alegran de manera indescriptible.

Saber que este reconocimiento va de la mano al de un periodista como Javier Valdez, que dedicó su talento a la defensa de la libertad de expresión en las condiciones más difíciles, me lleva a releer sus textos y a recibir una profunda lección. Porque se trata de un hombre que, como escribió Arreola acerca de Orozco, “se atrevió a poner el dedo en la llaga, aunque le doliere en lo más hondo de sí mismo”. Y porque puso el dedo en la llaga para contar la verdad de cómo se vive, se sobrevive y se muere en los lugares más lastimados por el crimen organizado y la violencia, lo asesinaron en Culiacán el 15 de mayo de 2017.

Javier Valdez viajaba al fondo del infierno con valentía y espíritu crítico para salir y contarnos, con inmensa humanidad, cómo lo vive la madre de un joven desAparecido; cómo, un niño halcón, un adolescente sicario, un policía herido o la novia de un narco. Decía: “Uno se siente como un funámbulo, un acróbata del periodismo: haciendo malabares para no quedarse callado…”. Poco antes de que lo ejecutaran, asesinaron a su colega y amiga Miroslava Breach, en Chihuahua. Como lo han hecho, desde 2000, con más de 100 colegas en todo el país. Y escribía Javier que cuando matan a un periodista “la sociedad entera sufre amputaciones de oídos y ojos y manos que critican, denuncian, investigan y publican en los medios de comunicación. No es un periodista más, es una sociedad herida en la muerte de cada periodista”.

Y de pronto, en este entorno de violencia extrema, y en medio de un nuevo episodio que nos hunde en el horror con la muerte atroz de Javier, Daniel y Marco, tres jóvenes estudiantes de cine en Jalisco, aparece este premio. ¿Por qué?, le pregunté a Magali. Y me lo sigo preguntando cuando tantos reporteros se juegan la vida en aquello que se llama el “no lugar”, cuando tantos más viven escondidos para sobrevivir, cuando otros escriben y reportean con el arma amenazante del narco, del policía o del político corrupto en la sien. Pero también bajo infames condiciones de indolencia social y desprotección del Estado.

Por eso mi enorme gratitud a que se premie el periodismo cultural, el que busca contar la realidad desde otro ángulo; el que intenta oponer la poesía a la verborrea política y acompañar las notas de los 80 muertos diarios con el registro de cómo nos sentimos en este mundo; el que quiere documentar nuestros miedos y nuestros sueños; el que deja constancia de nuestras preguntas y batallas espirituales. El que se hace espejo para que nos miremos como seres complejos capaces de buscarle sentido a la existencia, de inquietar a la sensibilidad, de sacudir la indiferencia o de alimentar la curiosidad que, como dice Amos Oz, hoy en día es “una obligación moral”. El periodismo que nutre aquello a lo que se refería Saramago así: “Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”.

Ante la deshumanización y la barbarie, este premio nos invita a insistir en aquello que nos humaniza: la conciencia, la imaginación, la creatividad y la palabra.

Manuel A. Ruiz, maestro y poeta zapoteco de Ixhuatán, Oaxaca, escribió sobre procesos de reconstrucción luego del devastador terremoto de 2017: “Los abrazos son indispensables para retomar fuerzas: cuando unos brazos rodean tu cuerpo, el espíritu vuelve a su lugar (…) Los abrazos siempre sanan, renuevan, reconducen la historia”.

Gracias por este premio que me sabe a ese tipo de abrazo. Cuando nos necesitamos tanto unos a otros, un abrazo para saber que nadie está solo.

(Del texto leído durante la entrega de los Premios Pen 2018 el jueves 26 de abril)

adriana.neneka@gmail.com

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