La lectura es un virus que si te pica una vez ya resulta incurable. Pero si queremos que aquello se convierta en epidemia se necesitan varias condiciones, para empezar, la existencia de libros y también, libros adecuados para la edad. Antes del encuentro con el libro, hay situaciones que favorecen una relación amorosa con la palabra: los cuentos que nos contaron de niños, las canciones de cuna, las adivinanzas, el “Había una vez…” con el que nos arrullaron o con el que despertaron nuestra imaginación.

Un día debatí con una excelente guía Montessori. Al niño le encantaban los cuentos de fantasía y ella me decía que, a su edad, era mejor que accediera a libros informativos, que los hay fascinantes. Ya vendrá el momento en que sepa distinguir entre fantasía y realidad, ahora no está listo, insistía. Yo me preguntaba si para cuando estuviera “listo” sería igual su capacidad de asombro o su relación con la magia. No es lo mismo leer la Caperucita a los seis años que a los 10 cuando ya sabes que un lobo no habla. En secundaria suele ahuyentarse el placer de la lectura por la asignación de libros que no responden a los intereses de los adolescentes o por la “obligación” de entregar un resumen.

Sea como sea, en los últimos 35 años el terreno para la lectura ha crecido mucho en México. Proliferan las ferias de libros, las editoriales han creado colecciones excelentes para niños, las librerías abren un espacio especial para ellos y a nivel autoral hay escritores e ilustradores extraordinarios. También existen diplomados para profesionalizar a los mediadores de lectura.

Hoy llegan las nuevas políticas culturales y educativas con discursos y estrategias que animan a la lectura como algo extraordinario que nos hará más inteligentes, más creativos, más felices y más capaces de entender al mundo. Todo eso es cierto. Aunque habría que agregar la necesaria formación de una lectura multimodal y el desarrollo de capacidades críticas. Pero poco se habla de la escritura. Y los planes educativos no le dan el lugar que tiene como parte de nuestra vida y como instrumento indispensable para que una sociedad funcione.

Recientemente, mientras hacía el trámite para obtener la credencial de adultos mayores (INAPAM), una mujer me pidió que le llenara su formulario. Sabía leer, me dijo, pero no entendía las preguntas y temía equivocarse al escribir. Es el analfabetismo funcional. Y no es exclusivo de los estratos sociales menos favorecidos. Con frecuencia, escucho a maestros universitarios lamentar que muy pocos estudiantes saben expresarse por escrito. Algo en el camino truncó el enamoramiento por las palabras que todos los niños poseen al descubrirlas. Quizá la casa, la escuela, los medios, las redes o la verborrea de los políticos. El problema es que, si socialmente las palabras no son valoradas, ¿para qué cultivarlas?

No es una cuestión de gramática. Expresarse y entender al otro a través de la palabra es un antídoto contra la violencia. Leer y escribir van de la mano y nos convierten en ciudadanos capaces de defender nuestros derechos, pero también en personas libres para decirle al mundo cómo nos sentimos y qué queremos. Nos permiten imaginar nuevos horizontes posibles y compartirlos.

Me gusta citar la recomendación de Enrique Vila Matas de que todo el mundo escriba “porque escribir es corregir la vida –aunque sólo corrijamos una coma al día-, es lo único que nos protege de las heridas insensatas y golpes absurdos que nos da la horrenda vida auténtica”. No importa si es en una servilleta, en una computadora o en un celular.

El periodista iraní kurdo, Behrouz Boochani, quien huyó de su país por la censura, acaba de ganar el Premio Victorian de Literatura por una crónica escrita, a lo largo de cinco años, en su teléfono móvil y enviada por WhatsApp a su traductor desde un centro de detención australiano en la isla de Manus. Es sólo un ejemplo contemporáneo.

adriana.neneka@gmail.com

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