Nunca, en algún otro país del mundo, había sucedido algo así. Cien personas privadas de su libertad salen de la cárcel por unas horas. Desde la ventanilla del transporte pueden ver las calles una mañana soleada, alguien mira por primera vez la Torre Latinoamericana, otro descubre el Palacio de Bellas Artes y llora, uno más recuerda que caminaba de niño con su madre por ahí… Son internos del Reclusorio Oriente y mujeres confinadas en Santa Martha Acatitla que, por primera vez, cruzan las rejas para presentarse, como otros, en el Teatro Esperanza Iris del centro de la Ciudad de México.

He presenciado ensayos y funciones del musical Un grito de libertad, versión libre de El hombre de la mancha, en el auditorio de la cárcel con actrices, actores y músicos en reclusión. Me ha sorprendido la locura quijotesca del director Arturo Morell, quien, desde hace 14 años, introdujo el teatro en distintas prisiones y estableció, desde hace tres, un taller permanente en el Reclusorio Oriente para que todos los lunes, 280 hombres y mujeres se escapen por unas horas a Sevilla y al Siglo de Oro español con Miguel de Cervantes. He visto a miles tomarse de la mano y llorar y cantar con los internos, y también a seres humanos convertidos en Quijotes y Sanchos, Aldonzas, Antonias y Dulcineas, Venteras, Barberos, Inquisidores, Curas y Capitanes, músicos y acróbatas para lograr algo que parece imposible: la esperanza dentro del infierno. He visto cómo gente del público se conmueve al grado de incorporarse como voluntarios a la Fundación Voz de Libertad, o a quienes en cuanto salieron libres se unieron al equipo de producción. Pero lo que vi el miércoles pasado en el Teatro Esperanza Iris, que celebra su centenario, es diferente. Porque la compañía de Morell actuó en un escenario emblemático, ante una audiencia que los ovacionó de pie, incluidos funcionarios de la CDMX, diputadas, custodios, policías, familiares y parejas. Y porque, en medio de la desesperanza por la violencia desatada en México y por la desconfianza en que vivimos, unos internos que interpretan a otros internos nos dicen en boca de un Quijote: La mayor locura es ver la vida tal cual es y no tal cual debería de ser (…) La cordura es encontrar tesoros en donde los demás dicen que hay pura basura… La belleza está en la mirada de quien ve.

Antes de iniciar la función se presentan uno a uno: “Soy (…) tengo 30 años en reclusión y sin ver un amanecer”. “Soy (…) y no escuché las últimas palabras de mi padre”. “Soy (…) y tengo 16 años de no abrazar a mis hijas que ya son madres”. “Soy (…) tengo 24 años en prisión y sueño con correr por lo menos 100 metros por las mañanas”. “Soy (…) tengo (x) años en prisión y no tengo sentencia”. Soy (…) y lo único que quiero es contemplar las estrellas”. “Soy (…) y pido perdón a quienes ofendí”. “Soy (…) y lo único que quiero es estar con mi familia y ser buen ejemplo”. “Soy (…) y sólo deseo abrazar a mi madre antes de que sea demasiado tarde”. “Soy (…) y quiero enseñarle a mi hijo a que no comenta los mismos errores que yo”.

En el escenario: actúan, cantan, bailan, tocan la música, hacen acrobacia y danza aérea; algunos jamás habían entrado a un teatro y otros reconocen la belleza de la sala mientras escuchan el estruendo del aplauso final. El teatro como catarsis, como vía para la reconstrucción de valores, ideales y sueños. Como una manera de ejercer los derechos culturales y de recuperación de la dignidad. Un paso de la nula autoestima a la responsabilidad de saberse ejemplo para otros.

Ayer le pregunté a Morell cómo resume la experiencia en los integrantes de la compañía. Le basta una palabra: “Inconmensurable”.

adriana.neneka@gmail.com

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