Las emociones, como construcciones culturales con una fuerte carga histórica, social y de género, no han sido las mismas a lo largo de la historia de la humanidad.

Por lo que se refiere al amor, un chino de la Edad Media o una mujer del México prehispánico no lo concebía igual que un banquero de la Inglaterra del siglo XIX o una mujer del México actual. “La idea de felicidad varía también según la época, la clase social y el género. En la Colonia, la única felicidad con la que se podía soñar era la salvación en el cielo. Ahí se encontraba el ideal de la dicha eterna. Y sólo la salvación en el más allá permitía pensar en gozar absolutamente”, dice Estela Roselló Soberón, investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.

A partir del siglo XVIII, la felicidad dejó de verse como algo que solamente se conseguía en el más allá y empezó a considerarse una posibilidad de la vida terrena. Así, poco a poco, se convirtió en un derecho al que todo el mundo debía tener acceso.

Cuando la secularización de la sociedad mexicana se inició, la felicidad pudo transformarse en una preocupación más terrenal, al menos para los hombres ilustrados, filósofos y liberales de los siglos XVIII y XIX.

“Lo importante era ser feliz ahora y aquí, en la Tierra. Y había que democratizar la oportunidad de vivir la felicidad. Hoy como entonces, la felicidad y otras emociones tienen que ver con el grupo, la clase social y el género. A través de la historia ha habido una educación sentimental para los hombres y otra para las mujeres; es decir, aunque cambien conforme a la época y la geografía, los estereotipos de las emociones permitidas son diferentes para unos y otras. Por ejemplo, en la cultura machista se dice que los hombres no lloran”, apunta la historiadora de las emociones y el cuerpo, y especialista en el sentimiento de culpa durante el Virreinato.

Caridad

Un estudio de Roselló Soberón llevado a cabo con un grupo de mujeres de barrios y colonias de clase media alta de la Ciudad de México (Las Lomas y Polanco) indica que éstas asocian la felicidad al consumo y el lujo.

Esa asociación también fue una constante entre la burguesía europea naciente en el siglo XVIII. Los artículos de lujo que llegaban a Francia e Inglaterra modificaron el gusto y los deseos de hombres y mujeres, que entonces buscaron comprar porcelanas, sedas, perfumes orientales...

En esos barrios y colonias privilegiadas de la capital mexicana, la investigadora universitaria observó y analizó la relación entre el lujo, el consumo y la felicidad en mujeres que tomaban cursos y realizaban bazares de ropa deportiva con fines de caridad.

“Encontré que, entre más se consume, más se desea. Una vez que ya se consumió o adquirió un artículo de lujo, como un bolso de una marca determinada, se tiene el deseo de consumir o adquirir el que viene. Esa experiencia de lujo es alimentada por un deseo insaciable”, comenta.

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También se dio cuenta de que esas mujeres privilegiadas de la Ciudad de México parecen vivir en un mundo feliz, pues aparentemente pueden conseguir todo sin demasiado esfuerzo.

La búsqueda de la felicidad mediante el consumo se relaciona con experiencias hedonistas. El hedonismo, que se vincula con la búsqueda del placer, pero también con la sensación de bienestar, es una experiencia común en todos los sectores de la clase media alta global.

“Sin embargo, entre las mujeres estudiadas de Las Lomas y Polanco hay particularidades de una ‘felicidad a la mexicana’. Una de ellas es su sentido de caridad. Organizan bazares de artículos de lujo por una causa caritativa. Los fondos recaudados se destinan a ayudar a otros sectores sociales o a damnificados por algún desastre natural”, informa Roselló Soberón.

Expiación

De acuerdo con la investigadora, en esa acción solidaria se percibe una reminiscencia de la sensibilidad colonial, en la que la caridad era una emoción muy importante.

“En algún momento me llegué a preguntar si esas mujeres no expían así un sentimiento de culpa. Es posible. Quizás en esos sectores sociales sí existe la conciencia de que tener en exceso obliga a compensar a los que menos tienen. Sería como expiar cierta culpa por ser parte de una sociedad profundamente desigual e injusta”, señala.

Roselló Soberón cree que, para el grupo de mujeres estudiado, también es importante mostrarse feliz. Por eso suben a sus redes sociales fotografías en las que se les ve inmersas en una felicidad casi absoluta.

“Mostrarse feliz en las redes sociales implica también mostrarse como un ser más competitivo. Esta mujeres parecen decir: ‘Entre más feliz nos mostramos, tenemos más oportunidades de encontrar socio, pareja, amigos…, dentro de un grupo social privilegiado’”, agrega.

Ahora bien, no se debe generalizar y asegurar que todos los ricos son iguales, porque establecer estereotipos siempre es simplista y peligroso.

“De ninguna manera se trata de establecer que los ricos son malos y los pobres buenos. Pero sí encontré, en varios momentos, algo de insensibilidad en algunas de esas mujeres, algo parecido a la falta de empatía: no pueden ver al otro.”

En opinión de Roselló Soberón, es un hecho indudable que vivimos en un país clasista donde hay desprecio y desconfianza mutuos entre ricos y pobres.

“Por eso me asusta la polarización social, acentuada por los términos fifís y chairos, que se pregona en las redes sociales y los medios de comunicación, y que genera la imposibilidad de vernos como iguales”, finaliza.

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