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Pocas veces que Washington se paraliza, y menos si la protagonista no es la Casa Blanca o el Congreso. En tiempos de división, la “eclipsemanía” unió por unos minutos al país, a un ciudad que vive por y para la política.

Nadie quiso perderse el momento. Tener unos de los lentes especiales para ver el eclipse fue como tener un tesoro, una joya binocular extremadamente preciada. Las filas para obtener unos de los últimos en repartirse fue feroz: desde primera hora de la mañana, centenares de personas hicieron fila para conseguir unos. La mayoría se fueron sin nada.

Llegó el mediodía, coincidiendo con el momento del almuerzo: la hora H. Un ejército de hombres, mujeres y niños (muchos niños), todos armados con gafas de cartón, salieron a las calles dispuestos a olvidarse de todo, alzar la mirada y contemplar el espectáculo.

Uno de los puntos clave fue el Museo del Aire y del Espacio, que desde temprano daba talleres y explicaciones de un fenómeno que no se repetirá hasta dentro de siete años. Fuera, en pleno mall de Washington, se acumulaban las toallas, las bolsas de picnic y los estudiantes de ciencias cargando telescopios.

El momento había llegado, todo el mundo desenfundó sus gafas y miró al cielo. “Parece un queso”, grito un niño. “No, es Pac-Man”, refutó una de sus amigas.

Todavía faltaba una hora para el momento culminante cuando una familia de Ohio, de visita en la ciudad, recibió de una voluntaria un pack de cinco gafas especiales. “Nos acabas de alegrar el día. Somos los más felices del mundo”, agradeció el padre. Mientras, sus hijos veían al cielo con los lentes puestos.

A las 2:42 de la tarde, hora en la que 82% del Sol estaba cubierto por la Luna, todas las oficinas federales debieron quedar desiertas: todas las puertas de edificios del gobierno estaban abarrotadas de funcionarios mirando el eclipse, haciendo malabares para sacar una foto con su celular sin dañarse los ojos.

“Es alucinante”, gritó Jeremy ante la risa de sus colegas, quienes nunca habían visto al incrédulo de su amigo tan emocionado.

Bruce, el botones de un hotel, obtuvo permiso para dejar de abrir puertas y levantar la cabeza hacia el cielo. “Es increíble. El gran eclipse americano”, exclamó seguido de una carcajada. En ese instante, una madre soltó la mano de sus dos hijos mientras se ponía los lentes. “¡Guau!”, expresó para luego ponérselos a sus pequeños.

Otra mujer, mayor y con ojos cansados por el ordenador, aprovechó su pausa habitual para el cigarrillo y salió a la calle; halló un lugar con sombra y miró el Sol 15 segundos. Cuando terminó, como si ya hubiera cumplido su deber, regaló los lentes a un vagabundo, quien se los puso, alzó la vista y lanzó un suspiro. Abrió la boca en forma de “O”, redonda como el Sol eclipsado que veía.

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