Me desperté de la anestesia, me arrastré con todo y suero al sillón, me envolví en la cobija. Recordé lo que había pasado la noche anterior y pensé: güey, qué sentido tiene ya todo esto.

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En uno de los primeros posts de este blog hablé de cómo había descartado congelar mis óvulos porque el procedimiento estaba muy caro y pues mejor me gastaba mi dinero en papitas. Lo pueden leer .

Pero hace unos meses una amiga me dijo que no estaban tan rudos y los precios y propuso ir en bola después de la clase de aerobics. Así, en plan “crisis de los 30” clavado. Pensé: esto por lo menos va a dar para una historia en el blog.

Fuimos y, en efecto, el chistecito sí está en una lana pero no tantísimo como yo creía. Lo que no me esperaba era que, si tienes menos de 34 años, calificas como donadora de óvulos, y si le convidas a otra persona, el procedimiento para ti es gratis. Ya nada más tienes que pagar por la renta anual del refri, el cual, me aclararon, no tiene unas cocacolas, una mostaza hongueada ni media cebolla pachiche. Claro, tiene todo el sentido: ya que estás ahí, nada les cuesta dividir los huevitos en dos tópers, uno pa ti, uno pa mí.

Supongo que para algunas personas es conflictivo saber que sus genes andan ahí regados por el mundo. A mí me da igual. Es más, me imagino a la familia receptora de mis óvulos intrigadísima de por qué el hije salió pejezombi (sí, porque obviamente dentro de 20 años mi Pejecito va a seguir neceando con conseguir la presidencia, van a ver), punk, cliente frecuente del Chopo, comedor de tortas callejeras. “¡¿Qué hicimos maaaal?! ¿Por qué no te quieres alaciar el pelo? ¿Por qué quieres ir a esa marcha de chairos mugrosos? ¿Por qué separas la basura?  ¡¿POR QUÉ NO VAS AL CENTRO COMERCIAL SANTA FE COMO LA GENTE NORMAL?!”.

(Obviamente no, porque nada de eso está determinado por la genética, pinche ADN sobrevalorado, todes deberíamos adoptar y soltar la idea romántica del “sangre de mi sangre”... nomás que sí está bien difícil).

Total que acepté y hace poco más de dos semanas empecé a entrarle a las hormonas, para que mis ovarios se pusieran locos y maduraran de trancazo un chingo de óvulos. Me tenía que inyectar en la panza un día sí y un día no, con una microagujitititita bien fresa pero que a mí me daba pánico. La primera noche di vueltas por mi casa media hora con la inyección lista, así de “Ya, ahora sí... AY NO MEJOR NO AYAYAYAYAY”. Cuando al fin lo logré, no me dolió nada pero casi me desmayo de las ñáñaras. Qué bueno que estudié “Ciencias de la Comunicación” y no medicina.

En ese lugar lleno de sabiduría llamado internet encontré que estas hormonas podían provocar efectos secundarios horribles, de esos que , como náuseas, insomnio, lagunas mentales –bueno, charquitos–, antojos excéntricos, aumento de peso, cambios de humor y acné. A mí no me dio nada de nada de nada. Hasta pensé que me estaban inyectando pura agüita con azúcar, pero no, los ultrasonidos indicaban que mis ovarios estaban bien robustos con los folículos pachones.

Todo se configuró para que la captura de óvulos fuera el 9 de noviembre en la mañana. Qué bien, qué bonita señal, justo después de las elecciones gringas en las que a huevo va a ganar Hillary Clinton; si alguna vez estas células se convierten en persona van a llegar a una sociedad mejor, más avanzada, donde las mujeres pueden presidir el país más poderoso del mundo, tralalalalá.

Lalalá.

Lala.

La.

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El miércoles sonó la alarma a las 6 de la mañana. Me desperté y, a los pocos segundos, me dio un trancazo la realidad: no, no fue una pesadilla, Donald Trump va a ser presidente de Estados Unidos, qué pedo con este mundo de popó. QUÉ PEDOOOOOO.

Yo sólo quería quedarme en mi cama a llorar y abrazar a mis gatitos, pero ni modo de cancelarle a la clínica de fertilidad, así que repté a las Lomas, me puse mi batita, me enchufaron al suero, ahí te va la anestesia, adiós.

Desperté con mis ovarios adoloridos y picoteados y pensé: neta, ¿quién va a querer traer hijes a este mundo, el que ni siquiera sospechábamos que podría ocurrir pero que hace unas horas se hizo oficial? Se puede poner MUY culero todo, no es paranoia, no es teoría de la conspiración, no es chaironanismo mental. O a lo mejor sí, pero por primera vez la amenaza se siente real, ya no como churro dominguero apocalíptico sino como “¿Y si vamos buscando alternativas de países muy lejanos donde la moneda no dependa del dólar y en los que no tengamos un vecino minorifóbico con acceso a armas nucleares?”.

Después me cayó el veinte de que, duh, ¡al contrario! Fue el timing perfecto para congelar mis óvulos. Porque ahorita no es el momento de “ser mamá”, ya no sólo porque sigo sin entenderle a la niñez y no se me antoja ni tantitititito experimentar con “el milagro de la vida”, sino porque no sabemos qué va a pasar y si es necesario huir a Nueva Delhi a poner una taquería ya va ser suficientemente complicado transportar cuatro gates y ahora todavía un hije pues no.

A ver qué pasa. Sólo espero que el mundo se componga dentro de 10 años, porque luego de los 45 ahí sí qué hueva los hijes y aguantarles la adolescencia cuando yo ya tenga credencial del INAPAM.

(O a lo mejor nunca me dan ganas. Como sea, está chido tener el plan B esperando en el lujoso refri de la clínica).

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Lo de la taqueria en Nueva Delhi no es broma. No tengo muchas opciones laborales fuera de la Ciudad de México porque no sé hacer NADA: ¿una bloguera que habla un inglés medio gacho, que crea “contenidos culturales” para televisión y que es buenísima haciendo dibujitos en Paint de Windows 95? “Uy, justo lo que nuestra economía necesita para crecer, CONTRATADA”, dijo ningún país nunca.

Pero si ya aprendí a andar en bici y ahora estoy estudiando alemán, quizá tenga futuro preparando tacos al pastor. Y pues seguramente los expats y los tres hipsters que viven en Nueva Delhi estarían muy contentos de tener un auténtico restaurante mexicano. Ya me vi.

Al fin: el Plaquetaco se hará realidad

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