La revista digital lanzó una convocatoria que se llama . Se trata de balconear, con nombre y apellido, al tipo que te acosó o que abusó de ti. Porque no se vale, porque ya estuvo bueno de callarnos, porque ante tanto silencio seguramente esa persona lo sigue haciendo. Y qué bueno que salieron a la luz nombres como el del y el . Yo aporto mi relato, mucho más fresa, pero no menos preocupante. Aquí va:

En mi vergonzoso pasado como militante del machismo, el acoso sexual por parte de los profes me parecía “Meh”. Sentía que las acusaciones eran exageradas, que no era para tanto, que qué poca consideración de las alumnas (¡¡¡!!!).

Por eso, cuando me pasó a mí, reaccioné fatal.

En octavo semestre de la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UNAM, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, hace 11 años, tomaba una materia llamada “Algo muy aburrido, administrativo y godínez aplicado a la producción audiovisual” con un güey de esos que cubren sus inseguridades y complejos insultando a los alumnos (su palabrota favorito era “mongoles”; me pregunto si lo sigue usando ahora que cualquiera lo puede grabar y echarle al Conapred). A mí esas clases me divertían porque todos mis compañeritos se las tomaban en serio, le tenían PÁNICO a los profesores que eran así, y yo me sentía muy malota porque me sentaba hasta adelante y me moría de risa.

Un día este ñor me pidió que me quedara después de la clase. Me preguntó que si quería trabajo, y yo por supuesto dije que sí (después de cuatro años de peroratas desmotivadoras en las que constantemente nos decían que seríamos desempleados de por vida y que nadie nos iba a querer por ser de la UNAM, estábamos amaestrados para agarrar cualquier chambita por pinche que fuera, como gatitos cuando les ofreces jamón). “Te veo en el estacionamiento en diez minutos”, me indicó. Ahí me encontré con él. Me dijo que me subiera a su coche y que en el camino me daría más detalles.

Me acordé de Chabelo y los comerciales de “Ojo, muuuucho ojo” de Televisa.

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Pero pensé “Ash, pues qué me va a hacer”, así que me subí al auto.

Me contó que el trabajo se trataba de realizar unos videos para El Colegio Nacional.

–¿Sabes dirigir cámaras? –me preguntó mientras se echaba encima media botella de agua de colonia Sanborns.

–Seeeeeeé –le mentí a medias, porque aunque había hecho videitos escolares, lo mío lo mío era la edición, no la captura de material. Y bueno, escribir, pero en aquellos días no sabía que se podía cobrar por eso.

–Bueno. Pero no puedes llegar vestida así.

Yo llevaba unos jeans rotos (desgastados artificialmente, seguramente por una niña en una sweatshop de Indonesia), una camiseta azul y tenis Converse de tela: el uniforme universitario. No sentía que esas prendas me impidieran hacer videos, entonces pensé que habría algún código de vestimenta misterioso en El Colegio Nacional. Le propuse correr a mi casa a cambiarme, pero me dijo que no había tiempo. Nos detuvimos en Centro Coyoacán, donde me pidió que me comprara un atuendo godínez. Él pagó. Supuse que lo descontaría de mi primer cheque. Todo me pareció muy extraño, pero yo qué iba a saber, si nunca había trabajado más que freelanceando para El Universal, chamba que desempeñaba en rigurosa pijama.

Me disfracé de persona seria y nos fuimos al El Colegio Nacional. Tuvimos una junta. Había otras alumnas trabajando para él, todas mujeres, todas engodinadas. Se habló de los videos que se necesitaban (no me acuerdo si eran para un aniversario o un evento o qué), de megahueva, todos serios serios serios, nada que ver con lo que yo hacía, pero igual tomé nota y estuve muy atenta para llegar preparada al día en que empezara mis labores reales.

Después de la reunión, fuimos a comer a un restaurante árabe. Sólo éramos él y su séquito de alumnas-empleadas. Y ahí, en la sobremesa, sucedió: el maestro me acarició el antebrazo con la de su dedo índice. No había forma de confundir el gesto con algo inocente ni con un accidente. Me quedé helada. Hice como si nada estuviera pasando, pero sentí una mezcla de asco, temor y risa, porque híjole, el profe estaba, por partes iguales, muy siniestro y muy chistoso. Yo pensaba: “Qué buen capítulo del sitcom de mi vida, pero tengo que terminarlo rápido”.

El susodicho me dio aventón al metro. Viéndolo a los ojos, muy sonriente y quesque segura de mí misma, le dije que muchas gracias, pero que no podía aceptar la chamba. Le di un apretón de manos mientras le decía “Nos vemos el viernes en la Facultad, ¡baaai!” y me bajé como si nada. Fui al baño del Sanborns a cambiarme. Con mis jeans rotos y mi camiseta azul, regresé a mi casa y volví a mi vida normalita.

El viernes llegué a la clase. Me senté en el lugar habitual, en primera fila. Él entró, más malvado que de costumbre, y soltó algo así como “Si cierta persona indeseable no se sale en este momento del salón, los repruebo a todos”, mientras me veía fijamente. La masa de alumnes, en vez de decir “Algo anda mal, deberíamos investigar qué ocurre”, se quejó así de “Ay noooo maestrooooooooo, no se valeeeeeeee, ya que se salgaaaaaa Tamaraaaaaa” mientras me veían feo. Yo, sin dejar de sostenerle la mirada ni de sonreír, agarré mi mochila y me fui para siempre.

No denuncié ni hice escándalo por varias razones. Una es que el tipo me daba más lástima que coraje, pensaba: “Pues pobre, está haciendo su luchita”. Nunca me di cuenta de que el güey se estaba aprovechando de su poder, porque como me valía un pepino la escuela y en realidad no necesitaba trabajar, pues equis, yo decía: “Soy una chingona que no tiene que andarle haciendo caso a sabandijas como ésta para abrirse paso por la vida”. Tampoco se me ocurrió que esa postura tan cómoda podía permitírmela por mis privilegios, pero que otras compañeras acosadas quizá requerían titularse en chinga y sin contratiempos, mantener buenos promedios sin irse a extraordinario y/o trabajar para ayudar a sus familias. Qué oso mi arrogancia.

También me paralizó el miedo. Lo disfracé de hueva, pero era miedo, la neta. El profe siempre faroleaba con que era muy poderoso y acaudalado y quesque tenía muchos contactos y no sé qué tanto. Y pues qué tal que era cierto. Y qué tal que me ponía trabas por si a la mera hora se me antojaba titularme. Y qué tal que sí era muy acá y le decía  a “todo mundo” que no me dieran chamba. Entonces lo dejé por la paz, al fin que, afortunadamente, no había pasado “nada”.

Al mismo tiempo, sentía que era mi culpa. Y supuse que, si denunciaba, los demás pensarían lo mismo: que yo me lo había buscado. Porque para qué me sentaba hasta adelante en su clase. Porque quién me mandaba a sonreírle cuando él insultaba y gritaba, en lugar de bajar la cabeza y mostrar temor. Porque para qué me subí a su coche, a ver. Porque cómo se me ocurrió aceptar “regalos” (hasta después entendí que la ropa godínez era una especie de “regalo”, jaja).

Académicamente hablando, fue mejor no estar en esa clase tan fea: ese güey hizo un examen superdifícil y la calificación más alta fue siete. Casi nadie pasó. Yo, en cambio, la cursé al siguiente semestre en sistema abierto, fui como a tres sesiones nada más, hice y saqué diez. Pero estuvo fatal no armar escándalo, aunque no supiera cómo, aunque no hubiera protocolos, aunque nadie hablara del tema.

Años después trabajé con una chica que había estudiado con el mismo tipo y pasado por una situación similar, nada más que le siguió el juego por más tiempo. Él le compraba obsequios que ella no quería pero tampoco sabía cómo rechazar, porque era su jefe-profe. Me contó que una vez, ya de plano, él le propuso matrimonio. Las dos nos moríamos de risa con la historia. Pero qué gacho.

El otro día encontré esta reseña en misprofesores.com (sí, eso existe): “Es un profesor que tiene varias acusaciones de acoso a compañeras, en dónde las ha amenazado de reprobar si no acceden a casarse con él. Además se la pasa haciendo comentarios sobre las capacidades de las mujeres, machista, misógino”. Es de apenas hace un par de meses. Baia Baia.

Así que no has cambiado mucho, Roy Meza Baca.

Alumnas de la FCPyS y UAMX (y de todas las escuelas del universo): aguas. Creo que ya lo saben, pero hay que denunciar. Ahora tienen toda la información que yo no tuve y las redes sociales para hacer montón.

Y a los profes que acosan: no mamen. Dedíquense a hacer su chamba y dejen a las alumnas en paz.

¿Ustedes qué historias tienen? Hagamos tertulia en el área de comentarios.

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