Como propósito de semana santa (o de finales de marzo o de llegada de la primavera o de que hay vacaciones), aquí hay algunas cosas que quiero erradicar de mi pinche cerebro sexista:

-Juzgar a las otras por cómo se ven. Cuando una chava me critica en Facebook o deja algún comentario arrogante en este blog, me meto a morbosear a su perfil. “¡Ja! ¡Está fea!”, pienso en automático, como si eso tuviera alguna relevancia o estuviera relacionado con sus ideas o si realmente hubiera unidades de medición de la guapura. Qué horror. Estoy amaestrada autoevaluarme y evaluar a las demás mujeres respecto a su físico, lo cual es una total estupidez, pero es una pulsión, una reacción automática en la que me he cachado varias veces, y me doy asquito. Como cuando casi le grito. Pff.

-Mi malhabladez. Por un lado, luché para hablar como se me diera la gana sin que me importara el “Se oye muy mal que una mujer diga esas palabrotas”. Por otro, la mitad de los términos “soeces” mexicanos son machistas. Por el momento no voy a soltar el verbo chingar y sus infinitas derivaciones, porque sería como dejar de comer tacos, pero sí puedo dejar de decir “chingue a su madre”. También, aunque me cueste trabajo, debo dejar ir el “puto” y el “puta” hasta que pierdan por completo su connotación discriminatoria... quizá dentro de unos 100 años. Ah, y decir “ovarios” en vez de “huevos”. No prometo nada pero me voy a esforzar. Lo que me lleva a:

-El miedo al lenguaje incluyente. En este blog intento recurrir a la “e” como vocal neutral (todes, amigues, gates), pero cuando escribo para otros medios donde sé que mis textos van a pasar por edición y corrección de estilo, aplico el masculino para generalizar y ya, porque qué frustración que me lo vayan a cambiar y qué flojera discutir. También cuando hago (y digo) textos para la televisión. Soy una cobarde. Y en la vida real me tengo que esforzar muchísimo para aplicarlo, pero también le voy a echar ganas y ganitas y ganotas.

-No hacerla más de tos. Ya estuvo de quedarme callada cuando conocidos y compañeros de trabajo hacen un comentario sexista. Me trago el coraje cada vez que un sonidista me dice “Preciosa”, ¿pero qué tan difícil sería responderle “Me llamo Tamara”? Pero estoy acostumbrada a no incomodar ni importunar ni cuestionar, oh no, eso no es de señoritas decentes. El otro día me quedé trabada cuando un güey dijo no sé qué de las feminazis (que además ni venía al caso). ¿Cómo abordar el tema? Ahora se me ocurre que en “Uo uo uo uo, aguado con las feminazis que aquí está una” hubiera sido una respuesta cotorrona, pero ya pa qué. Lo que sí es que, si pienso más para atrás, ay, me quiero morir por las cosas ante las que no reaccioné, como que se burlarlan de una compañera de chamba comparándola con un chango, y yo nada más trabé los ojos y les dije “Qué mensos”, cuando era para hacer un escándalo y acusarlos con recursos humanos.

-Hacerle el fuchi a las mujeres. Toda mi vida jugué el papel de “amiga de los güeyes” porque me creí el cuento de que las mujeres teníamos que “competir”, como si hubiera un número limitado de “cosas” para nosotras. Sin mucho fundamento me sentía juzgada, ninguneada y bitcheada por ellas, así que las juzgaba, ninguneaba y bitcheaba de vuelta. Qué babosada. No se trata de amistar con las mujeres por el simple hecho de serlo (a lo largo de mi vida me he topado con seres legítimamente despreciables del sexo femenino, ¡de a montón!), pero tampoco de no hacerlo. Todavía me cuesta sentirme, de entrada, cómoda entre chicas, pero ahí la llevo para arrancarme la mala hierba neuronal.

¿Qué otras cosas horribles se les ocurre que debamos atacar?

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