Imagen tomada del sitio: About Kids Health

Primero que nada: no soporto el término “pornovenganza” porque me parece que, de alguna manera, confunde y trivializa todo lo que supone e implica la exhibición no consensuada de contenidos íntimos.

Dicho lo cual, en días pasados me invitaron a compartir mi experiencia como víctima de la susodicha pornovenganza, como parte de un reportaje televisivo a propósito del proyecto de decreto propuesto por el Senador Víctor Hermosillo del PAN para reformar el código penal en materia de hostigamiento sexual.

Así, empezandito, me saqué de base. Debía relatar mi caso. ¿Cuál de todos?, pensé. Y es que de algún modo me he convertido en presa de más de un pornovengador anónimo, furibundo, desvestido y alborotado. . . Hago cuentas:

El primero (y ya lo he dicho aquí) fue un exnovio al que dejé de querer. Fue difícil terminar. Hubo una serie de pláticas, reclamos, ofertas, en suma, resistencias de parte suya que me orillaron a echar mano de la grosería y la indiferencia. Una vez que supo que yo tenía un nuevo novio y, más aún cuando supo de quién se trataba, aparentemente se resignó y aceptó los hechos. Nunca voy a olvidar sus palabras: “Ah, es el Doctor Fulano de Tal, no, pues, él sí es mejor que yo. Les deseo mucha suerte. Que disfruten su viaje a París”.

Corte a:

Noche previa al viaje a la Ciudad de la Luz. Mi entonces nuevo novio recibe una notificación de que alguien ha empezado a seguirlo en Twitter. Se trata de una tal Rose Mantis Espinosa, what!!?? Por curiosidad, él hace clic en el perfil y comenta que la de la foto está semidesnuda, que se parece a mí, “pero bastante”, y yo: No, cómo crees, “No sí”, insiste él, “de hecho, eres tú”. Entonces me la muestra y veo que soy yo en mi peor desnudo ever y estoy que no lo creo y él pide la cuenta. Cruzamos la plaza de Tlalpan. Él vive a unas cuadras. Rumbo a su casa y tras recibir la llamada de una amiga que me confirma lo que está pasando, literalmente me desplomo sobre el suelo.

Recuerdo que mi entonces novio me tomó de la mano y me ayudó a levantarme. Llegando a su casa hicimos las denuncias correspondientes en Twitter, Facebook y Blogspot, donde había una colección de mis chats subidos de tono. ¿Cómo se habían hecho de esa información, de esa imagen que nadie más que yo tenía y que no había compartido con nadie nunca? Ya en este espacio he contado, por partes, lo que este episodio significó para mí. Lo que no he contado es que el perpetrador del mismo fungió en su momento como el rescatista: esa misma noche se ofreció hacerse cargo de todo el asunto para que yo disfrutara París con mi nuevo novio, a quien él tanto admiraba y ante quien él por fin habría cejado.

SÍ, CLARO… #YeahRight

No hubo tregua durante el viaje. Primero, porque el perpetrador-rescatista no me daba un respiro manteniéndome al tanto de sus choco-pesquisas. Segundo, porque, a la par, las amenazas seguían: de los perfiles apócrifos pasó al envío de correos electrónicos, ya más personalizados en los que advertía a los destinatarios que:

-Yo era una puta cara

-Me acostaba con niños y viejitos por igual

-Explotaba en los hombres su lado más enfermo

-Merecía ser exhibida

Mismos que envió a gente de mi círculo más cercano: algunos amigos y colegas, mi ex marido y padre de mis hijos, mi nuevo novio. . . Éste último hizo lo que pudo. En su momento, me pareció que pudo haber hecho más, pero, ahora que lo pienso, para sus estándares, sí que aguantó vara. Debió quererme mucho para acompañarme a su manera a pesar de que, por otra parte, le preocupaba que mi “episodio” afectara su carrera política: así me lo dijo e igualmente externó otra serie de impertinencias:

-¡Cómo chateas con desconocidos! ¡Qué tal que el tipo trabaja en una vulcanizadora y tú ni en cuenta!

-Si al menos el desnudo hubiera estado más cuidado, tipo soft-porn

-Si al menos los chats hubieran sido conversaciones más elevadas, de literatura, de Shakespeare

En cuanto a su carrera política, fíu, nada de lo mío lo afectó: hoy es un flamante subse. Y, como en la vida nada es blanco o negro, hubo un gesto que lo enalteció ante mis ojos y ante mi corazón. Una mañana, durante nuestro estropeado París, yo no podía levantarme de la cama. Él me preguntó si lo acompañaría a caminar. Le dije que no, que prefería descansar, llorar a solas y, en eso, se me chispoteó un: “¿Para qué vivo?”. Así, casi de la nada, out of the blue, como dicen en inglés. Me dijo que durmiera un poco más, me besó en la frente y después de una hora regresó con una caja de macarons multicolor y multisabor (en ese entonces no los vendían ni en el Palacio de Hierro ni en La Balance). La abrí y elegí el de pétalos de rosa. Entonces, mientras lo degustaba, él me dio un racimo de razones para vivir, entre las que mencionó a mis hijos y también habló de superar la experiencia y compartirla después.

Por otra parte, me  tomó varios meses atar los cabos y confirmar que el perpetrador y el rescatista eran la misma persona. Mis amigos más cercanos lo daban por un hecho, pero yo me resistía. Tuve que grabar parte de una conversación que tuvimos y escucharla suficientes veces para darme cuenta de qué tan grande y elaborada era su mentira. Al poco tiempo, desapareció de mi vida: se mudó a otro Estado. Yo hablé con abogados, contacté a la policía cibernética: casi casi me daban palmaditas en la espalda y me decían que eligiera mejor a mis amistades. Al final, desistí. Al final final, el perpetrador-rescatista aceptó su responsabilidad, me pidió perdón y prometió compensarme, a su manera, por todos los daños. SÍ, DÍGANMELO CON TODAS SUS LETRAS: P-E-N-D-E-J-A.

Eso fue. Eso fui. O no pendeja sino lenta. O partidaria de llevar la fiesta en paz. O de la onda zen. Cuestión de enfoques. La verdad, el episodio me dejó sin fuerzas. Fueron meses en los que cuestioné absolutamente todo: mi pasado, mi presente, mi futuro, mis relaciones de pareja, mi familia, mi trabajo. La vida seguía: yo llevaba y traía a mis hijos a la escuela, pero, dentro de mí, me sentía sucia, fracasada, muerta en vida. Poco a poco me fui recuperando (no del todo). El nuevo noviazgo medio me sacó a flote aunque reconozco que la pornovenganza o como quieran llamarle me dejó bastante averiada y no fui suficientemente cuidadosa en esa nueva relación. El episodio siempre estuvo en medio, entre mi entonces novio y yo.

El segundo. Hace tres años empezaba a trabajar en un nuevo lugar cuando, de repente, otra vez vía Twitter y desde la cuenta de una mujer (Lourdes algo), empezó la metralleta de tweets slut-shamiadores, según los cuales:

-Yo era una escort y los clientes me dejaban el dinero en el buró o dentro de la bolsa

-Otra vez, lo que tenía lo había conseguido con mis nalgas

-Otra vez, mis amantes empresarios y políticos

-Otra vez. . .

La pseudotuitera acusadora arrobó a colegas de la empresa, un periódico local y hasta al mismísimo gobernador. Wow. Ese episodio, empero, ha sido el más veloz. Apenas lo reporté a mi entonces community manager cuando, prácticamente, ya la cuenta y los tweets habían desaparecido. ¿Quién lo hizo y por qué lo hizo? Primero pensé en el original perpetrador-rescatista y así lo contacté. “Yo no fui”, me respondió. Y lo dejé pasar. . . again.

El tercero. . . Creo que esto no aplica como pornovenganza sino como ¿chaqueta revancha? El caso es que este otro episodio constó de dos partes. Primera: un pretendiente dizque incondicional ya estaba a punto de perder la paciencia. Alguna vez, entrados en copas, algo muy pequeño sucedió entre nosotros, y él se encargó de alardear al respecto en correos que envió a sus amigos. Segunda: la esposa del pretendiente que se hacía pasar por divorciado descubrió los correos que detallaban la inflada memoria sexual y, no sé si en vez o a la par de reclamarle a su rorro, me envió una serie de correos en los que aclaraba que yo era una de las tantas amantes de su señor y advertía que:

-Yo era una puta barata (¿no que cara?)

-Mis orgasmos eran escandalosos

-Tenía en su poder el diario de las chaquetas de su esposo y lo haría circular en redes sociales, en mi programa de radio y, lo mejor de todo (sic), en el colegio de mis hijos

-La guerra había comenzado y me destruiría

Pasu mecha.

Y el cuarto, el caso que da título a este post: Crónica de una pornovenganza anunciada, con el perdón de manosear un título del gran García Márquez.

Debo decir que este caso, el más reciente y la causa de mis actuales desvelos y dolores de cabeza, sí fue producto de una relación online con un desconocido o ciberconocido, a diferencia de las anteriores, en las que los perpetradores fueron personas cercanas, con carreras y familias, especialmente el primero: en su momento se desempeñaba como un alto directivo de una empresa de biocombustibles y después como vocero de una dependencia gubernamental. O sea, ¡ningún hijo de vecino!

Volviendo a mi acosador de ahora, uff. Todo comenzó hace un año. Lo conocí en una página de citas interraciales. Habitante de Australia, oriundo de Sri Lanka. Cero mi tipo, jajaja, pero con un cerebrazo, ¿sapioxesual, yo? Con lo que detesto esas categorías, pero, igual y sí. El caso es que intercambiamos imágenes: yo sólo envié tres, dos de ellas sin cara (esto de seducirse y excitarse con body parts tiene un lado horripilante, ya hablaremos de eso) y la tercera, mi tiro de gracia, un nude en SnapChat, de cuerpo entero y a media luz y. . . De pronto ¡flash!: él tenía ya un screen shot de la mentada fotito. Y entonces arrancó el chantaje, la extorsión, la propuesta más que indecente absurda: para borrar las fotos yo debía:

-Tener cibersexo con él vía Skype, desnuda y jugando conmigo misma (sic)

Cualquier negativa o dilación sería interpretada como un desaire: señal de que no lo consideraba “digno” de verme desnuda ni digno de ser visto desnudo. Así que, en vez de borrar las imágenes, las pasaría de la nube a su database, de tal forma que, si sus amigos hurgaban en su celular, podrían acceder a las fotos y hacer de ellas lo que les viniera en gana (sic).

Corte a. A los pocos días, un tal Marc Randall me reenvió dos de mis fotos, la nude de cuerpo entero entre ellas, aunque ya editada: borrosa, aunque iluminada, y me advertía que, si no le respondía, haría públicas las imágenes.

Pasaron dos meses y, en enero de este año, cumplió su amenaza. La pared de mi fan page en FB no permite ingresar posts, pero él se las ingenió y copió, en las respuestas a los comentarios de mis seguidores, un link que llevaba a una página en Tumblr en la que se me podía ver "como Dios me trajo al mundo", aunque borrosa y con exagerada luz. Eran casi las cuatro de la mañana y, por suerte, yo aún estaba despierta.

Ahí me tienen borre y borre, link por link, y denuncie y denuncie en Facebook y Tumblr. De entonces a la fecha, como que olvidé el asunto hasta el lunes pasado, cuando, por enésima vez, recibí la amenaza de que este sujeto publicaría mis desnudos por aquí y por allá. ¿Otra vez? ¡Ya agárrate otro puerquito, puerquito! Me dieron ganas de decirle:

-Haz lo que te venga en gana

-Mira cómo tiemblo

-Exhibes un desnudo mío pero lo realmente grosero de ti eres tú: mírate

-Por el bien de los ojos de todos: gracias a Dios la encuerada soy yo

Pero no dije nada. Es más, ni siquiera activé el chat, lo que, supuestamente, hace parecer que ni siquiera he leído sus mensajes. Por su parte, mis dizque quesque amigos no se cansan de advertirme:

-Sólo a ti se te ocurre intercambiar desnudos con un equis

-Ay, estas mujeres, ¡qué ganan con retratarse en pelotas!

-Nadie te forzó a fotografiarte así: fue tu decisión, tú te la jugaste

-Es posible sustraer fotos de tus contactos en SnapChat sin hacer una captura de pantalla

-Si ya compartiste fotografías con desconocidos, no tienes cómo defenderte

-Hay leyes que no traspasan las fronteras

Y la mejor de todas:

-No puedes provocar a un pitbull y esperar que no te muerda

Okeyyyy. . .

Yo sólo sé que, por más pornovengadores anónimos que me haya encontrado en el camino, esta vez me resisto a mostrarme indiferente ante el acoso y el chantaje.

Quiero dejar de temblar cada vez que me llegan notificaciones y alertas en el celular

Quiero dejar de tener la mentira lista en la boca por si me preguntan si la de la foto soy yo

Quiero poder decir libremente que la foto la mandé porque me dio la gana, porque me gustó cómo me veía, porque sí y qué, punto

Quiero pasar de quienes se espantan porque algunos mandemos fotos pero nunca o muy poco hablan de quienes las piden o reciben

Quiero bajarle el volumen a quienes reducen la valía de otro a una foto suya circulando en las redes

Quiero seguir desvelando lo humanamente humano en vez de encubrirlo con la virtud y la hipocresía ajenas

Quiero hacer ahora lo que las veces anteriores, por andar en la pendeja, NO hice: señalar, exhibir, denunciar.

Y, sobre todo, reír a carcajadas.

¿Me acompañan?

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