Tu mejor amiga sonríe porque volviste a la carga con aquella personita que había quedado “olvidada” y que apareció de nuevo, dos años después, “totalmente cambiada, renovada”. A tu amiga le hace gracia, no porque el chico sea un mal tipo, no porque crea que las cosas no van a salir bien, sino porque a su hermano, a su prima y a dos de sus conocidos les pasó lo mismo mientras intentaban cruzar ilesos el pantano de los 20 a los 30.

“No sé si tuvieron suerte”, te dice tu amiga, y piensa si su soltería llegará a su fin con su amor de los 16, ya licenciado, más alto y con unos kilitos de más. “Me gustaría encontrar el amor otra vez ahí”, te dice.

Yo escucho. Ella, ¿Samanta? Me voltea a ver y me sonríe porque me sabe en las mismas. Yo le había contado, en una semana ya pasada, del retorno a una relación de principios de mi universidad. La resurrección de alguien que andaba en alguna parte de México, alguien que me conocía y que no me juzgaba. Samanta sonríe, suelto un pujido que le causa gracia y me interpela para que cuente mi historia.

Yo les narro los detalles. Primero, que me siento feliz. “Eso de que es un acto de repechaje o de desesperación es un concepto machista nacido del mismo maldito lugar donde nació la educación sexual de Marcelino Perelló”. Tú me miras y ya sabes, me preguntas lo obvio, que cómo volví con la ex y que cómo uno llega a tener esos encuentros después de cinco o seis años sin hablarse. Te pregunto lo mismo y encontramos las similitudes entre nuestras historias:

En tu caso, fuiste a una fiesta y te encontraste con “él”, con quien compartiste todo y que en ese momento de reunión te ignoró sutilmente. Se acercaron porque se dijeron “ya pasó mucho tiempo, no nos va a pasar nada”, y se dieron cuenta que una a una cayeron las barreras de resistencia entre los dos. Una cosa llevó a la otra y ¡puff!, todos rumorearon el porqué se fueron a besar a una esquina del depa y el porqué al siguiente día tenías cara como de “rayos, rayos, rayos”. Después del incidente levantaste el teléfono y marcaste su número. Te lo sabías de memoria, obvio, porque ha sido el mismo durante 9 años.

Ya después me chifla Samanta y me dice que cuente. Le digo que me pasó similar: compré comida en el negocio de ella (mi novia, antes ex novia); me quedé a platicar, pactamos ponernos al tanto de lo que había pasado estos años, nos carcajeamos porque dijimos que todos son unos frikis que ya se volvieron Godínez y que ya no hacen nada divertido, luego nos acercamos más y más y el beso se dio natural. Ambos nos sorprendimos pero no paramos: abrimos de nuevo la carpeta emocional, sacamos el expediente y otra vez, a jugar Halo los viernes en pareja, enarmoraditos.

Pero se nos hace rara la curiosidad excesiva de Samanta, la arrinconamos en la cocina y le preguntamos que qué onda, si anda en las mismas. Ella se sonroja y dice “no, no, no”. Toma un plátano y nos hace retroceder en un juego que termina entre tú y ella dándose cosquillas mientras yo intento quitarle la fruta. Al final la sometes, te pones encima de ella y le dices, “a ver, ya, ¿sí o no?”, y Samanta pone tiesa la cara, me avienta los ojos y concluye que somos unos chismosos. Ahí lo dejamos, sin preguntar más, sin gastarnos más.

Pero, oh sorpresa, Samanta se derrumba de vergüenza, ¡ja!, aunque una semana posterior que no tarda en llegar: suena el teléfono, tú respondes y le dices “tu ex”. Ella se sonroja, te arrebata el aparato y se atrinchera en una de las esquinas de la cocina, susurrándole algo a la bocina.

Me cuentas y yo te digo que nadie sale invicto en esta vida. Me dices "ok, ¿y si es válido regresar?", y yo te digo que para qué preguntarnos si el amor, así de fugaz como es, nos dará el beneficio de querer correctamente. "Vive, carajo, ¿alguna vez encontrarás a otro que te aguante?".

Miguel Ángel Teposteco Rodríguez. FCPyS, UNAM. Apóstol friki. Colaborador del suplemento cultural Confabulario y de Vice México

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