Dicen que solos nacemos y que solos nos vamos a morir. Pero la verdad es que estamos muy acostumbrados a andar acompañaditos por el mundo. Al menos así era yo antes de la Guerrero.

Coqueteo con la idea de vivir sola desde que tengo 17 años, cuando me mudé a vivir con mi prima a una casa de estudiantes cerca de nuestra universidad. Pero no fue hasta los 23 que lo logré de verás. Ya sin padres, ya sin roomies, ya sin primas.

Empecé a rentar en la Guerrero. Sí, ahí, en una de las colonias más peligrosas de la CDMX. La de los asaltos y la prostitución, dicen en las noticias. De donde salió “El caníbal de la Guerrero”, el famoso poeta que descuartizó a su novia. Una colonia que tiene más de 140 años de historia y es de las más antiguas de la ciudad. Porque quien no conoce la Guerrero, no conoce México.

Con la carta de presentación en mano, decidí darme una oportunidad en el barrio, porque una de las reglas para vivir solo es ajustar el presupuesto. Lo recomendable es no gastar más de una tercera parte de tu salario en una renta. Y la Guerrero, además, me permitiría evitar costos de transporte porque puedo llegar caminando al trabajo.

El día que fui a ver el departamento eran las 4 de la tarde. Está dentro de una vecindad, donde todavía se respiran las glorias de los viejos tiempos. Una casona con un gran portón propio de la época colonial. Cerré el contrato al día siguiente, a las 3 pm. Digo esto porque empecé a rentar el lugar antes de saber cómo se veía la zona después de las 9 pm, cuando salgo de trabajar.

Si bien es cierto que hay prostitución a todas horas del día en ese cuadrante, la vista cambia después de las nueve de la noche. Cuando lo que ilumina las calles son las lentejuelas de los vestidos pegaditos y el charol de los tacones.

Caminar junto a las sexoservidoras, me da una especie de tranquilidad. Entre las calles casi desiertas, sólo hay algunos hombres perdidos por los efectos de alguna sustancia de procedencia desconocida, que balancean el cuerpo y los ojos, mientras tratan de posarlos en donde terminan las faldas cortitas.

Quien padece más el camino es mi novio, a quien las mujeres le piden matrimonio (u otras cosas) desde las esquinas. Así le pasa cuando está de visita y se le ocurre salir solo a comprar algo al Oxxo. Basta con doblar en la esquina del Monumento a la Revolución para respirar un México distinto. Los hoteles de paso se convierten en edificios de varios pisos de las principales cadenas hoteleras. Del Lavanda al Marriott, solo con cruzar la calle.

Me he acostumbrado a todo, incluso al hombre que se baña en la fuente que está afuera de mi casa. O a bañarme con una cubeta y calentador cada jueves que se va el agua del departamento. Y que cuando llegue, se me acabe el gas y viceversa. Ahora entiendo por qué dicen que con la edad los adultos se van amargando. Tomar un baño en regadera es uno de los grandes placeres que había menospreciado.

La semana más difícil fue, sin duda, la primera. Cuando no tenía internet y me la pasaba repasando los detalles de la casa y acomodando las cosas de la mudanza, gastando los datos de internet en mi teléfono para poder escuchar música en el celular.

La primera noche casi no dormí. Desperté y no reconocí el lugar donde estaba: el techo blanco y quemado por los tubos de luz, el mueble de plástico donde está la ropa, en lugar del closet de madera. Y de repente, como un balde de agua fría, la sensación de estar completamente solo. El incómodo y satisfactorio momento en que masticas la realidad.

Cambié la bolsa, por una mochila; el saco por una chamarra; las calles de estudiantes cerca de Ciudad Universitaria, por la feria de fin de año de la delegación Cuauhtémoc. A veces pienso, como hoy, lo mal que la he pasado desde que estoy aquí; a pesar de todo, sin duda, es la experiencia que más he disfrutado en la vida.


Por Isis M. García Martínez Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM. @IsisConVelo

Ilustrador: Mauricio Delgado
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