En un lugar de la Roma perseguí a un infeliz que me había robado la cartera. Así llegué a Parque España, derrotado. Sin alma,acalambrado, rojo de la cara. Cansado y ahogándome en un estanque de vergüenza.

El ladrón no me dio tregua.

Lo vi a la distancia, burlándose de mis pulmones a punto de estallar. Se me notaba y eso le hacía gracia. Maldito.

Como yo, el 69.9% de los adultos mexicanos se sienten en una ciudad insegura, según el INEGI. Y los hechos son evidentes. ¿Para qué dudar de la verdad?. Los asaltos son democráticos y violentos. O en mi caso, burlones.

Pensé que a lo mejor mi cuerpo podía soportar otra carrera contra aquel contrincante, quien seguro tenía una piernas más entrenadas que las mías y un cinismo que se inclinaba a dejarme en ridículo en la siguiente apuesta. Como en el hipódromo: a ver de qué cuero salen más correas, susurré jadeando.

Lo miré y me dije: doble nada, rata. Concentré mi energía en las plantas de mis pies, tomé una bocanada de aire y ante su sorpresa di un empujón que lo asustó. Igual corrió como el demonio y zigzagueó por las calles aledañas. Le pude seguir el paso, medianamente, mientras una garras apretaban mi estómago y mis pulmones desde dentro. Calcubaba mentalmente que aquella persecución inútil me había quitado media hora de ese día en que decidí ponerme particularmente necio con la delincuencia. Sí, me cansé de sentirme inseguro en las calles. INEGI también lo comenta: 61.3% de los mexicanos sienten que les va a caer el asalto en vía pública, por las calles que recorren con regularidad.

Seguí la persecución por unos minutos más hasta que encontré el terrible fin en un alto de semáforo que el ladrón alcanzó a pasar antes que yo. Su rostro redondo, sus brazos flacos, sus dientes amarillos. Maldito mil veces. Era el diablo y la vida que se burlaban de mí por no ir al gimnasio o por no guardar mi cartera en otra bolsa. Miré al burlón que aún se reía de mí y le indiqué con la mano un número cinco, luego le grité “¡Para el metro!”, con el último aliento que me quedaba. Aunque la petición podía salir peor. Sólo podía faltar que me quitaran el celular en el vagón. 72.7% de mis paisanos se las huelen: es más probable que te asalten ahí, en transporte público.

El chico se quedó quieto. Me dio la sorpresa. En un acto de misericordia, sacó cinco pesos y los puso sobre la banqueta. Me ilusioné. Esperé a que el semáforo cambiara de color y crucé. El chico no se movió. Tomé el dinero del suelo y le dije “no te pases de lanza”. Él me miró, sacó de su bolsillo mi cartera y me la entregó. Quedé conmovido. Luego, desapareció frente a mis ojos.

Desperté en el vagón del metro, cerca de Hidalgo. Había podido acercarme a ese ladrón que hacía tres semanas no alcancé en las calles pulcras de la colonia Roma.

Lo maldije de nuevo.

Dos mil millones de veces maldito.

Miguel Ángel Teposteco Rodríguez

Colaborador de Confabulario y ContratiempoMX

@Ciudaddelblues

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