Si la política actual es un enorme pantano por el que sólo algunos pueden caminar sin mancharse, como ciudadano creo que el problema no son los plumajes que resisten o no la suciedad, sino las mismas condiciones que permitieron la existencia del chiquero en primer lugar.

Con esto, no quiero expresar que estoy de acuerdo con la promesa que se hace de drenarlo (falsa como muchas que hacen los candidatos, mientras lo cruzan para llegar a la otra orilla), más bien mi pregunta es simple: ¿por qué la política debe practicarse en un enorme charco de lodo?

Lo escribo, porque la competencia política se ha convertido en una tenebrosa actividad donde el objetivo no es que alguien llegue inmaculado a la victoria, sino que todos veamos claramente que no hay ninguno que pueda competir sin ensuciarse.

De la vieja política de ritos y ceremonias indescifrables, pasamos a la política salvaje. Esa en la que se vale todo, se dice de todo y se hace lo que sea para llegar a la otra orilla del pantano, aunque sea cubierto de fango de pies a cabeza.

Tal vez, ese es el problema. Nos cansamos de esa política anticuada, de quema de incienso y conspiraciones palaciegas, para involuntariamente apoyar una política violenta, grosera, emocional -que no emocionante- en la que nadie puede salir bien librado de la calumnia o de la infamia.

En el incómodo papel de ciudadano-espectador, considero que la función ha perdido atractivo en cada contienda electoral. Si nunca nos pareció correcta la política del omnipotente tlatoani, ahora que se trata de luchar sin límite de tiempo en batalla campal, menos.

Llegó el momento de participar más allá del voto y sacar el debate político del conveniente escenario del pantano. A simple vista, la guerra por las posiciones políticas es así porque se trata de una de las últimas maneras de ascenso social y económico que nos quedan.

Igual que las expectativas que tenemos cada cuatro años de ganar un campeonato mundial de futbol, debemos poner los pies en la tierra e involucrarnos directamente para que no se nos brinden promesas, sino planes y proyectos reales para resolver la inseguridad, la falta de empleo o el acceso a servicios dignos de educación y salud.

Es hora de sustituir a la política salvaje por una política de ciudadanos.

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