Uno de los elementos más perversos de la violencia, es que con frecuencia se multiplica exponencialmente. El deseo de venganza genera ulteriores acciones de maldad, las cuales suelen desbordar el “ojo por ojo, diente por diente”, que, visto en un nivel, es un reclamo elemental de justicia, al menos limitando la ira del agraviado. El hecho es que el mal sufrido genera un malestar interior que no se cura con facilidad.

 

He tratado a muchas personas víctimas directas de alguna maldad, y por ellas me consta la herida interior, que suele ser más difícil de curar que el mismo agravio. Pero nada resulta más impresionante que ver a alguien ofendido en un ser amado. Un padre o madre de familia que ve mancillado el honor de sus hijos, por paciente o benigno que haya sido, es atacado por una pasión de rencor por demás comprensible, pero no por ello menos poderoso. Recuperarse es una labor ingente, a veces imposible, y no extraña que en ocasiones se convierta en furia que busca a toda costa desahogarse.

El orden jurídico, de hecho, está llamado a contener las pasiones que pueden enceguecer a las personas en momentos de extrema tensión. Cuando, sin embargo, se ha vuelto inercia cultural la certeza de que no hay justicia en la sociedad, la “ley de la selva” es un triste destino que no podemos llamar civilidad.

Es verdad que la vivencia religiosa puede favorecer la recuperación de personas víctimas de violencia. Con razón algún comentarista de la Sagrada Escritura explicaba así el “signo de Caín” al que se refiere el libro del Génesis, a propósito del terrible fratricidio: es la mano divina que interviene para interrumpir la cadena de violencia, que de otro modo convertiría la existencia humana en una incontenible secuencia de asesinatos (cf. Gn 4,15). Muchos otros pasajes bíblicos pueden entenderse como narraciones de una fraternidad restablecida.

Una reciente oración litúrgica describe así el compromiso divino de reconciliación: “En una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, sabemos que tú diriges los ánimos para que se dispongan a la reconciliación. Por tu Espíritu mueves los corazones de los hombres para que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano, los pueblos busquen la concordia. Con tu acción eficaz consigues, Señor, que el amor venza al odio, la venganza deje paso a la indulgencia, y la discordia se convierta en amor mutuo” (Prefacio de la Plegaria Eucarística de la Reconciliación II).

Sería, sin embargo, un error, entender el perdón conocido en la fe como una renuncia a la reparación del mal. Porque el desgaste que genera el mal requiere un efectivo trabajo de recomposición, tanto a nivel personal como a nivel social. El auténtico perdón es una conquista espiritual que reclama una enorme creatividad y fuerza interior. No es nunca dejadez ni indiferencia. Cuando la violencia ha cundido como enfermedad social, las fuerzas que se tienen que poner en operación son enormes, y el fruto de una auténtica curación puede tomar generaciones enteras.

A la pregunta sobre por qué no aniquilar a quienes gravemente operan el mal, Gandhi respondía con clarividente sabiduría: “Ningún ser humano es tan malo como para quedar excluido de toda posibilidad de salvación. Pero, por otro lado, ningún ser humano es tan perfecto como para tener el derecho de aniquilar a quien él, equivocadamente, considera completamente malo” (Escritos esenciales, Santander 2004, n. 446). Ante el caótico imperio de la violencia, aprender a reaccionar con indulgencia incluye, ciertamente, un ponderado sentido de la justicia, pero también el trabajo sobre los propios deseos de venganza, que fácilmente puede arrollarnos y convertirnos en agentes del mismo mal que decimos querer combatir.



Foto: Pietro Novelli, Caín y Abel

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