Al cumplirse los cien años del inicio de las apariciones de la Santísima Virgen María en Fátima, Portugal, el Papa Francisco visitará su santuario y canonizará ahí a dos de los videntes, los hermanos Jacinto y Francisco Marto, fallecidos poco tiempo después de las apariciones, y beatificados por Juan Pablo II el 13 de mayo de 2000, el mismo día en que fue revelado la tercera parte del llamado “secreto de Fátima”.

La fascinante y desconcertante historia que acompaña la devoción confirma una constante en el modo de actuar de Dios, que “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,52). En pleno albor del siglo XX, cuando se asomaban guerras y la humanidad reconocía una fuerza destructora que ella misma había creado y que no sabía si podría controlar, en un rincón extremo de la vieja Europa, unos pastorcitos escuchaban para el mundo entero un mensaje de oración y conversión.

Como Sumo Pontífice, Francisco corona en este año un camino que ha sido recorrido por sus antecesores, con la misma piedad y esperanza. A los veinticinco años de las apariciones, en medio de la Segunda Guerra Mundial, el Papa Pío XII consagraba a la Iglesia y a todo el género humano al corazón inmaculado de María, “reina del santísimo Rosario, auxilio de los cristianos, refugio del género humano, vencedora de todas las batallas de Dios”. Dramáticamente suplicaba: “A ti, a tu Corazón inmaculado, en esta ora trágica de la historia humana, nos confiamos y nos consagramos, no sólo en unión con la Santa Iglesia, cuerpo místico de tu Jesús, que sufre y se desangra en tantas partes y padece tribulaciones de tantos modos, sino también con el mundo entero, desgarrado por feroces discordias, ardiendo en un incendio de odio, víctima de la propia iniquidad”. Y ya entonces, para la Iglesia pedía “paz y libertad completa”, de modo que se detuviera “el diluvio creciente del neopaganismo” y se fomentara entre los fieles “el amor a la pureza, la práctica de la vida cristiana y el celo apostólico” (Radiomensaje del 31 de octubre de 1942).

Al cumplirse los cincuenta años del inicio de las apariciones, el Papa Paulo VI fue el primer sumo pontífice en peregrinar a Fátima. Para la Iglesia pedía entonces que las energías despertadas por el Concilio Vaticano Segundo pudieran crecer en la conciencia doctrinal y en el compromiso del apostolado. “¡Qué daño se haría si una interpretación arbitraria y no autorizada del magisterio de la Iglesia hiciera de este despertar una inquietud que disolviera su estructura tradicional y constitucional, y sustituyera a la teología de los verdaderos y grandes maestros con ideologías nuevas y particulares, que buscaran quitar de la norma de la fe cuanto el pensamiento moderno, frecuentemente privado de luz racional, no comprende o no le agrada, y cambiase el ansia apostólica de la caridad redentora en la adaptación a las formas negativas de la mentalidad profana y de las costumbres mundanas!”

Igualmente, suplicaba el conforto para los cristianos que sufrían, y la paz para el mundo entero. “Dos motivos principales hacen por ello grave esta situación histórica de la humanidad. Ella se ha dotado de armas terriblemente asesinas; pero no ha progresado moralmente como lo ha hecho en el campo científico y técnico. Además, buena parte de la humanidad se encuentra aún en estado de indigencia y de hambre, mientras se ha despertado en ella la conciencia inquieta de sus necesidades y del bienestar del prójimo” (Homilía del 13 de mayo de 1967).

Quince años después, el Papa Juan Pablo II se hacía presente en Fátima, con la gratitud de su propia supervivencia al atentado sufrido exactamente un año antes. Además de realizar su propia consagración del mundo a María, tuvo ocasión de explicar la lectura teológica que la Iglesia hace de las apariciones. “La Iglesia ha enseñado siempre y sigue proclamando que la revelación de Dios se ha realizado plenamente en Jesucristo, el cual es su plenitud… La Iglesia valora y juzga las revelaciones privadas según el criterio de su conformidad con tal única Revelación pública. Si la Iglesia ha acogido el mensaje de Fátima es sobre todo porque contiene una verdad y una llamada, que en su contenido fundamental son la verdad y la llamada del Evangelio mismo”, es decir, a la conversión, a la penitencia y a la oración (Homilía del 13 de mayo de 1982).

La vigencia hoy del mensaje de Fátima se ubica en el mismo sentido, tanto para la Iglesia como para el mundo. Una vuelta sincera a la fe, una lucha directa contra las fuerzas perversas del mundo y la adhesión existencial continua a Dios, son el modo de participar en que el designio salvífico de Dios por la humanidad se realice. Se dan hoy nuevas formas de colonización atea, de práctica vital alejada del Señor y de veleidad en la toma de decisiones cruciales. Para muchos, el rezo del Rosario resultará un instrumento muy débil delante de los desafíos. En la lógica de Dios, los nuevos santos siguen siendo los signos luminosos de cómo sucede la salvación.

Foto: Lucía, Francisco y Jacinta

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