Cuando Donald Trump prometió que, en caso de llegar a la Casa Blanca, no sólo reimplantaría la práctica del waterboarding o asfixia simulada con agua para interrogar a sospechosos de terrorismo, sino que echaría mano de “peores formas” de tortura, millones de estadounidenses se rascaron incrédulos la cabeza.

¿Ha dicho que torturaría de peor forma que lo hizo la CIA y el Pentágono en Abu Grahib y Guantánamo?, parecieron preguntarse unos a otros mientras Trump se mostraba más resuelto que nunca ante ese grupo de adversarios que, como él, buscaban anotar más puntos entre la base conservadora durante el más reciente debate republicano de New Hampshire.

Ni el ex gobernador de Florida, Jeb Bush, ni el senador por el mismo estado, Marco Rubio, se atrevieron a contradecir o a reconvenir a Donald Trump. Y aunque ni Bush, ni Rubio no quisieron llegar tan lejos como sugerir que reimplantarían una forma de tortura que ha sido prohibida por el Congreso, los dos defendieron la necesidad de mantener abierto el centro de detención militar de Guantánamo y recurrir a interrogatorios tan duros como sean necesarios cuando se trate de operaciones encubiertas o contraterroristas.

El hecho de que Donald Trump siga arrastrando al partido republicano y a sus aspirantes a la nominación, hacia extremos escandalosos en el terreno de los derechos humanos, o con pronunciamientos de corte fascista, debería ser denunciado no sólo desde las propias filas del partido, sino desde esos medios de comunicación que se han convertido en complacientes correas de transmisión de un peligroso discurso de odio contra los inmigrantes, los mexicanos, la comunidad musulmana o las mujeres.

En muchos sentidos, los grandes medios se han transformado en altavoces de un magnate disfrazado de político, que se ha convertido en la estrella de los noticiarios de mayor audiencia gracias a sus devaneos mesiánicos y a sus deseos de convertirse en el torturador en jefe de una nación que creía haber terminado con esa pesadilla del pasado.

O que han contribuido en buena medida a encumbrarlo como protagonista estelar de unas encuestas que, luego, son desmentidas en las urnas por ciudadanos que parecen no estar de acuerdo con sus ideas.

Tras el sonoro fracaso de Trump en Iowa, donde quedó en segundo lugar, eclipsado por las bases evangelistas que auparon al  Ted Cruz, todo el mundo culpó al magnate por su error de cálculo. Pero nadie reclamó ni a las casas encuestadoras, ni al partido o a los grandes medios de comunicación por su falta de diligencia a la hora de ponderar, defender o de cuestionar con mayor firmeza al más aventajado aspirante del partido republicano a la nominación presidencial.

Mis viejos profesores de ciencia política y periodismo solían que en este mundo se puede pecar lo mismo por acción, que por omisión.

En el caso del periodismo, se peca por omisión cuando se deja de denunciar un abuso o el periodista se hace de la vista gorda en beneficio de unos poderes que, a la larga, lo convierten en un censor y en una especie de eunuco privilegiado que termina parasitando a la sombra de esos mismos intereses.

Pero también se puede pecar por acción, como cuando a sabiendas de que se esta cometiendo una injusticia o mala acción, se contribuye a disfrazarla o a solaparla en busca del beneficio propio en términos de mayores cuotas de audiencia y ganancias.

En este sentido, Donald Trump ha contado durante su campaña con la complicidad de los grandes medios que se han beneficiado de su popularidad y que se han resistido a encararlo frente a sus excesos y diatribas por temor a su dinero, a sus pataleos o a sus vendettas.

Por contra, esos mismos medios se han dado voluntariamente de baja a la hora de hacer un seguimiento más exhaustivo de otros candidatos en el seno de las filas republicanas, o de las demócratas.

Ahí esta el caso del senador demócrata por Vermont, Bernie Sanders quien, hasta hace poco, era ignorado por las grandes cadenas de televisión hasta que, tras su espectacular desempeño en Iowa, donde estuvo a punto de derrotar a la inevitable Hillary Clinton, obligó a muchos a modificar su lógica de cobertura para entender un fenómeno que la mayoría de los electores independientes y los más jóvenes ya estaban empujando.

En cierto sentido, el llamado fenómeno Donald Trump ha sido una creación de los grandes medios de comunicación que se han mostrado demasiado complacientes y generosos con el tiempo dedicado y la falta de escrutinio hacia su campaña.

Dicho esto, no cabe duda de que Trump ha sido, sobre todo, un producto de la actual coyuntura de polarización y frustración social que amenaza a la clase política de EU, y uno de los grandes beneficiarios de la lucha por el poder al interior del partido republicano, donde el avance de los extremistas contribuyó al asalto de oportunistas como Trump para tratar de hacerse con el control de la nave e intentar, desde ahí, su improbable conquista de la presidencia.

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