Fui abusada sexualmente cuando era niña por un psiquiatra infantil. Si fue por unos meses o por años, no sé. Tampoco sé cuándo ocurrió. Recuerdo olores, sensaciones y algunas imágenes. Entre ellas, la de mi muñeca portando un reloj que me había regalado mi abuela cuando tenía unos 9 años. Es lo único que tengo para calcular las fechas.

Pero, ¿saben qué es lo más cabrón? Que hoy, para mí, el abuso es lo de menos. ¿Saben qué es lo que más me impacta ahora? Que me tardé años en darme cuenta que eso que me pasó . Que no se trataba simplemente de un «enfermo» solitario y desadaptado, de un «pervertido» anómalo. No: si algo han demostrado una infinidad de estudios sobre violencia sexual es que mi experiencia es mucho más común de lo que yo creía. Pero tenía tan interiorizada esta idea de la anormalidad de la violencia que incluso leyendo estos estudios, incluso estando inmersa ya en el feminismo, seguía sin verme reflejada en ellos. Seguía sin entender cómo toda mi experiencia también estaba marcada por el género.

Y no: el que mi experiencia estuviera atravesada por el género no solo tiene que ver con que fui una niña abusada. Precisamente el problema es que lo que se pudo haber detenido después de una sola ocasión, siguió. Y siguió. Y siguió. Y siguió. Y sus efectos tampoco se acabaron una vez que dejé de ir con él. Permearon mi vida —mi cuerpo, mis relaciones, mis sueños, mis actos— por años. Porque —y esto es lo que me tomó tiempo entender: el problema no es solo el acto violento en sí, sino la reacción del mundo frente a él. O, más bien: cómo nadie reacciona. Cómo nadie hace nada. Cómo nadie lo reconoce. Cómo para que te quedes sola.

Sola con tus recuerdos.

Recuerdos que, aprendes con el tiempo, son insuficientes para el sistema jurídico. O, peor aún: que ni siquiera son reconocidos por él. En Nuevo León, que es donde yo vivía, el abuso sexual sigue sin estar tipificado. Lo que existía en su momento —y sigue existiendo— es una figura llamada «atentados al pudor», cuyo nombre deja ver lo que realmente protege: la «honestidad», la «modestia» y el «recato» de la víctima. El mensaje del sistema jurídico es claro: ¿denunciar? Por supuesto que no. ¿Por qué?

Porque lo que te pasó no es nada. Además: ni siquiera lo recuerdas bien. No recuerdas exactamente qué pasó, cuándo, cómo, dónde y cuántas veces y ¡cómo se puede armar un juicio así! ¡¿Cómo pretendes que la reputación de un hombre —de un buen, buen hombre de familia con esposa e hijos— va a depender solo de tu testimonio?! ¿El de una niña? Niña que ya ni siquiera es tal, porque ya creciste y al final no eres más que una puta lesbiana que no tiene a quien culpar de sus miserias.

¿Saben qué también está cabrón? Que nunca nadie me dijo eso, porque nunca le dije a nadie lo que me pasó sino hasta una década después. Y, sin embargo, no fue necesario que nadie me lo dijera porque ya lo tenía interiorizado. Ahora que me dedico a estudiar y la sé que entendí el mensaje bien: las leyes lo confirman. lo reiteran. , las series, las películas, los videos musicales, las pláticas de café y los mensajes en redes, todo lo deja en claro:

Los testimonios son insuficientes para condenar.
¡! son insuficientes para creerle a la víctima.
Nada nunca será suficiente porque las mujeres siempre habrán hecho algo mal.
Y siempre serán juzgadas.
Porque coquetearon.
Porque tomaron.
Porque lo provocaron.
Porque no son vírgenes.
Porque cogieron con muchos.
Porque son lesbianas (¡y solo joden por coraje!).
Porque se esperaron demasiado a denunciar.

Y es que: piénsenlo. Si bien vivimos en una sociedad que ¡repudia y se indigna! ante la violencia infantil, todo de hecho está diseñado para que no podamos decir nada. Porque:

 ¿Cómo vamos a nuestro padre, a nuestro hermano, a nuestro tío, a nuestro primo, a nuestro sacerdote, a nuestro psiquiatra que tanto nos ha ayudado? Si todos nos dicen que la familia es el espacio en el que siempre nos van a amar y proteger. Si todos nos dicen que estos hombres están aquí para ayudarnos.

Y es que nunca me va a dejar de sorprender: cómo, cuando ocurre la violencia, en serio no tienes los referentes para siquiera nombrarla. Solo intuyes que algo no está bien. Pero no tienes de dónde agarrarte para entender qué es lo que te pasa. ¿Como niña? Claro que no. Si es tanto el miedo que le tenemos al sexo que preferimos no hablar en lo absoluto de él, ni siquiera de su violencia. ¡No les vayamos a dar ideas a los niños y a las niñas inocentes! ¿Como adulta? Claro que no. Si sobre la violación son las de las películas y las series de televisión: algo que le pasa a «», allá afuera, en la oscuridad de las calles solitarias. No a mí, en el trabajo. No a mí, en la escuela. No a mí, en las fiestas. No a mí, en terapia. No a mí, en mi casa.

Es esta discordancia entre lo que vivimos y las herramientas de las que disponemos para explicárnoslo (para denunciarlo, para combatirlo, para ) lo que me parece cabrón hoy. Y es, también, la razón por la cual voy a marchar este domingo. Este 24 de abril.

Porque quiero que otras mujeres sepan que no están solas.
Porque quiero contribuir a generar nuevas referencias.
Porque quiero saberme acompañada.
Porque quiero gritar lo que por años callé.
Porque quiero ser parte de un espacio en el que finalmente todo esto se pueda reconocer. Aunque sea un día, por unas horas, para algunas.
Porque quiero que se sepa que esto que nos pasó, que nos pasa, se puede trascender.
Se puede combatir. Se puede denunciar. Se puede cambiar.
Porque quiero que se sepa que esto que nos pasó, que nos pasa,
no tiene por qué marcarnos de por vida.

Porque esa es la otra: la maldita idea de que si eres violentada, . Chingada. Y no. . Las opciones de las cuales disponemos no son solo la de la «zorra maldita», la «machorra resentida» o la «víctima jodida». Y la marcha va a ser un ejemplo de ello también. Habrá mujeres bailando, , denunciando, apoyando, , llorando, corriendo, pensando, reportando, acompañando, resistiendo, viviendo. Porque ese es también el punto:

Que nos queremos vivas en todos los sentidos. Vibrantes. Encabronadas. Empoderadas. Conectadas. Felices. Envalentonadas. Conmovidas. Unidas.

Formando grupos.
Tomando las calles.
Componiendo canciones.
Haciendo batucadas.
Marchando.
Abrazándonos.
Queriéndonos.
Escuchándonos.
Planeando.
Ejecutando.
Complotando.
Adueñándonos del espacio.
Y, con ello, de nosotras mismas.
Recuperándonos.
Sanándonos.
Disfrutándonos.

Porque hay vida después de la violencia. La gran pregunta es: ¿cuál?

La marcha propone una alternativa: una vida en la que no prime el silencio, la soledad y la impunidad, sino la denuncia, la fuerza y la solidaridad. Una vida en la que tengamos la posibilidad de trascenderlo todo.

Si creen que un mundo así es posible, si creen que ese es el mundo que merecemos, marchen. Hay más de 30 marchas en todo el país. Si en sus ciudades todavía no se organiza una, háganlo. Tomen las calles. Únanse a la Primavera Violeta. Y contribuyan al cambio. No desestimen el valor de su palabra, de su condena, de su presencia. Esta marcha no va a cambiarlo todo, pero, créanme: nos va a cambiar la vida a muchas. Qué va: ya me la cambió a mí.

Nos vemos el domingo.

* pueden encontrar todos los carteles para todas las marchas que hasta ahora se han organizado.

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