Uno de los libros que más me han marcado es el de , de Patricia Williams, académica del derecho y pensadora crítica de la raza. Recuerdo haberlo devorado en menos de una semana, en unas vacaciones, capturada por su pluma y maravillada por su análisis del racismo y el papel que el derecho —y los derechos— pueden jugar en la reproducción o desmantelamiento de este. Una de las cosas que más me fascinaron fue su capacidad de conectar las grandes discusiones teóricas sobre el derecho con la vida cotidiana. Tengo muy grabado un episodio en el que narra, por ejemplo, lo diferente que era para ella —una mujer negra— arrendar un lugar, en comparación a un compañero suyo —un hombre blanco—. Cómo un sencillo negocio —rentar un departamento— cambiaba por completo dependiendo de quién era la persona que quería rentar. Para él, apalabrarse era el mecanismo por excelencia para cerrar el trato; el contrato formal era eso: una mera formalidad. Como hombre blanco privilegiado, el universo de sus relaciones personales, además del color de su piel, eran suficientes para avalarlo. Ella, en cambio, dependía del papel y de la formalidad jurídica: del historial crediticio, las cuentas bancarias y las cartas de recomendación que demostraran, sin lugar a dudas, que era confiable. Su voluntad de firmar del contrato, de amarrarse así, de obligarse así, era un requisito indispensable para el negocio: muestra de que era una persona civilizada, capaz de seguir el «orden de las cosas». En otras palabras: comprobaba que era distinta de lo que se «podría esperar» de «alguien como ella» (una mujer negra). Leyéndola, toda mi educación jurídica adquirió otro sentido: ¿qué pasa cuando estudiamos al derecho más allá del papel y lo vemos en acción, como de hecho impacta la vida de las personas? ¿Qué significado adquieren las transacciones, los contratos y los juicios si incorporamos a la raza (o al género o la clase…) como un lente de análisis? ¿Cómo cambia nuestra visión de las cosas si las vemos desde otras perspectivas, otras realidades?

Una vez asigné algunos capítulos del libro de Williams a una clase. Lo único que recuerdo de esa ocasión es cómo dos alumnos —hombres privilegiados, por cierto— objetaron el tono con el que ella escribía. «Está muy enojada», dijeron ellos, molestos. De las decenas de páginas que incluían una crítica interesantísima y feroz al aparato jurídico, eso fue lo que se les quedó: que ella estaba enojada. Qué importaba que tenía una razón para estarlo —el racismo que había impactado su vida, como la de muchas personas, era y es real, doloroso y letal—. Eso no era relevante. Solo su enojo lo era. El hecho de que estaban reproduciendo el mismo estereotipo que ella se dedicaba a denunciar y desarticular —el de tildarla de la «» (la «mujer negra enojada), descalificándola, por completo— se les escapó por completo. Páginas y páginas de argumentos no los persuadían a ver más allá de su «tono».

Por desgracia, esa no ha sido la única vez que he visto que una crítica legítima es descalificada por cómo se articula. Es casi imposible platicar sobre feminismo sin que alguien objete a «la histeria» de «las feministas» (rara vez dicen cuáles). Como tampoco falta quién critique a las marchas cuando «se salen de control» y que lo usen como una excusa para descartar a todo el movimiento. «¿? Son solo unos vándalos.» Hace un mes, la periodista Catalina Ruiz Navarro sobre un suceso que capturó a la prensa colombiana: aparece Carlos Angulo, un activista afrocolombiano que se ha dedicado a denunciar el racismo, objetando a unos policías que en la calle le pidieron sus papeles y «una requisa, negro». Encabronado les reclama: «Voy a trabajar y me estás haciendo perder el tiempo. ¿Por qué a ellos no los requisás? ¡Porque ellos son blancos!» En un medio, se reportó que había quedado «registrada la airada reacción de un ciudadano contra unos policías por supuesta discriminación». «Airada», «supuesta»: lo que recrean es a un «loco» que sobrerreacciona a una sencilla, cotidiana e intrascendente «detención». Una periodista le dice a Angulo que «en el video se lo ve exaltado y diciendo palabras soeces», por lo que le pregunta: «¿no podría decir el policía que usted lo agredió?» Vaya inversión: la razón por la cual Angulo estaba molesto no solo quedaba en un segundo plano, sino que ahora aparece una nueva víctima: la pobre policía. Con ello dejaron claro que la crítica al racismo no importaba; lo que importaba era cómo se había manifestado.

En inglés, se utiliza el concepto de «tone policing» para denunciar este tipo de prácticas de fiscalización del tono. De descalificar lo que se dice, por cómo se dice, particularmente en discusiones sobre la injusticia. ¿Por qué es problemático? Por varias razones. Primero: objetar al tono no implica que se está objetando a los argumentos de fondo. Lo único que se hace es desviar el diálogo, no continuar con él. La crítica original queda sin respuesta. Dado que muchas veces la crítica tiene que ver con el racismo, el sexismo o algún otro sistema de discriminación, esto significa que, al concentrarse en el tono, se deja de pensar precisamente en el problema de discriminación, por lo que este persiste. Segundo: la fiscalización del tono es una muestra de absoluta falta de empatía e incluso de egoísmo. Lo que importa es la incomodidad de quien está escuchando la crítica, no las razones que puede tener la persona que está realizándola para estar enojada. La fiscalización del tono privilegia la comodidad de unas personas, sobre la insatisfacción —legítima— de otras. Mantiene, en otras palabras, el statu quo. Tercero: detrás de la fiscalización del tono a una crítica social, por lo general está la creencia de que las cosas cambiarían si solo se utilizaran los medios institucionales y pacíficos que «actualmente existen» para tal efecto. Esta es una creencia que es fácil cuestionar con una mirada a la historia: el cambio social —sobre todo el que implica una transformación de los sistemas políticos, económicos y culturales (tal y como implica la lucha en contra del racismo, clasismo y sexismo, por decir lo menos)— nunca ha ocurrido simplemente porque unas personas plantearon unas «ideas razonables» de forma «amable». Si «la razón» y los «» bastaran, el mundo ya sería otro.

Me gustaría cerrar con una cita extensa de que escribió Martin Luther King Jr. estando preso, que es una respuesta a diversas objeciones que había recibido su movimiento. De las críticas a la fiscalización del tono, me sigue pareciendo de las más excelsas:

Deploráis las manifestaciones que ahora tienen lugar en Birmingham. Pero vuestra declaración, siento decirlo, hace caso omiso de las condiciones que dieron lugar a estas manifestaciones. Estoy seguro de que ninguno de vosotros quiere limitarse a esa clase de análisis social superficial que no se ocupa más que de los efectos, sin detenerse a aprehender las causas subyacentes. Es una pena que las manifestaciones tengan lugar en Birmingham, pero es todavía más lamentable que la estructura del poder blanco de la ciudad no dejase a la comunidad negra otra salida que esta.

Amigos míos, quiero decirles que no […] hemos [tenido una sola conquista en] materia de derechos civiles sin una empecinada presión legal y no violenta. Desgraciadamente, es un hecho histórico incontrovertible que los grupos privilegiados prescinden muy rara vez espontáneamente de sus privilegios.

Sabemos por una dolorosa experiencia que la libertad nunca la concede voluntariamente el opresor. Tiene que ser exigida por el oprimido. A decir verdad, todavía estoy por empezar una campaña de acción directa que sea «oportuna» ante los ojos de los que no han padecido considerablemente la enfermedad de la segregación. Hace años que estoy oyendo esa palabra: «¡Espera!» Suena en el oído de cada negro con penetrante familiaridad. Este «espera» ha significado casi siempre: «nunca». Tenemos que convenir con uno de nuestros juristas más eminentes en que «una justicia demorada durante demasiado tiempo equivale a una justicia denegada».


Es posible que resulte fácil decir «espera», para quienes nunca sintieron en sus carnes los acerados dardos de la segregación. Pero cuando se ha visto cómo muchedumbres enfurecidas linchaban a su antojo a madres y padres, y ahogaban a hermanas y hermanos por puro capricho; cuando se ha visto cómo policías rebosantes de odio insultaban a los nuestros, cómo maltrataban, e incluso mataban a nuestros hermanos y hermanas negros; cuando se ve a la gran mayoría de nuestros veinte millones de hermanos negros asfixiarse en la mazmorra sin aire de la pobreza, en medio de una sociedad opulenta; cuando, de pronto, se queda uno con la lengua paralizada, cuando balbucea al tratar de explicar a su hija de seis años por qué no puede ir al parque público de atracciones recién anunciado en la televisión, y ve cómo se le saltan las lágrimas cuando se le dice que el «País de las Maravillas» está vedado a los niños de color, y cuando observa cómo los ominosos nubarrones de la inferioridad empiezan a enturbiar su pequeño cielo mental, y cómo empieza a deformar su personalidad dando cauce a un inconsciente resentimiento hacia los blancos; cuando se tiene que amañar una contestación para el hijo de cinco años que pregunta: «Papá, ¿por qué tratan los blancos a la gente de color tan mal?»; cuando se sale a dar una vuelta por el campo en coche y se ve uno obligado a dormir noche tras noche en algún rincón incómodo del propio automóvil porque no están abiertas las puertas de ningún hotel para uno; cuando se le humilla a diario con los símbolos punzantes de «blanco» y «negro»; cuando el nombre de uno pasa a ser «negrazo» y el segundo nombre se torna «muchacho» (cualquiera que sea la edad que tenga), volviéndose su apellido «John», en tanto que a su mujer y a su madre se les niega el trato de cortesía de «Sra.»; cuando se viene estando hostigado de día y obsesionado por la noche por el hecho de ser un negro, viviendo en perpetua tensión sin saber nunca a qué atenerse, y rebosando temores internos y resentimientos exteriores; cuando se está luchando continuamente contra una sensación degeneradora de despersonalización, entonces, y sólo entonces se comprende por qué nos parece tan difícil aguardar. Llega un momento en que se colma la copa de la resignación, y los hombres no quieren seguir abismados en la desesperación. Espero, señores, que comprenderán nuestra legítima e ineludible impaciencia.

P.D. Les dejo estos comics de sobre «los grandes momentos en la historia de la protesta pacífica: ¡la manera adecuada de obtener lo que quieres!»

1791: Esclavos haitianos piden muy amablemente ser liberados y son inmediatamente puestos en libertad por todas esas personas blancas razonables.

1799: El pueblo francés amablemente pide la democracia liberal en una carta contundente, Luis XVI felizmente abdica. Todos festejan.

1965: El Dr. Martin Luther King Jr. Reta al gobernador de Alamaba, George Wallace, a un juego amistoso de golf. King gana con un golpe bajo par, acabando con el racismo sistémico.

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