La historia que comencé a leer el sábado en la noche era la de un periodista asesinado. Ya para entonces se sabía su nombre –Rubén Espinosa–, su trabajo –era fotoperiodista de Proceso, Cuartoscuro y AVC Noticias– y parte de su historia: después de recibir amenazas por su labor, huyó de Veracruz, el estado en el que llevaba años viviendo, que es el mismo en el que han sido asesinados solo en los últimos cuatro años del gobierno de Javier Duarte. Asesinatos, todos, que . Ante este panorama, el Distrito Federal se convirtió en su refugio. Hasta que dejó de serlo. “Lo alcanzó”, leí varias veces. La censura, la muerte, la impunidad. Sinónimos ya en este país. El mismo sábado, la organización Artículo 19, dedicada a la defensa y protección de la libertad de expresión, emitió sobre su homicidio, afirmando que marcaba “un nuevo hito en la violencia contra la prensa en México”. No quedaba la menor duda: se trataba de un atentado en contra de la libertad de expresión materializado en el cuerpo de Rubén Espinosa. La historia era clara. Única. Hasta que ya no lo fue.

Al amanecer comencé a leer otra historia: no lo torturaron y asesinaron solo a él, sino a “cuatro otras mujeres”. Mujeres a las que, además de torturar, habían violentado sexualmente. ¿Quiénes eran? Para las primeras horas del domingo, se seguía sin saberlo. El fiscal de la Ciudad de México, Rodolfo Ríos Garza, no dio sus nombres en en la que habló ese día, sino que se limitó a decir sus edades, profesiones y lugar de origen: una era una “maquillista” de Mexicali (de 18 años), otra trabajaba en “actividades culturales” y era de Chiapas (tenía 32), otra era una “empleada doméstica” del Estado de México (de 40) y la cuarta era una “colombiana” (de 29). Eso fue todo lo que se dijo de ellas.

Tuvieron que pasar horas para que se identificara –en términos similares a los que ya se habían empleado para Espinosa–, a la primera de ellas: Nadia Vera, una activista que había formado parte del movimiento #YoSoy132 en Xalapa que, , es recordada por su participación “en decenas de manifestaciones y campañas contra el alza del transporte, contra los fraudulentos comicios electorales [y] contra la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa”. Vera, como Espinosa, había huido de Veracruz por temor (meses atrás había responsabilizado a Duarte de cualquier cosa que le pasara). Fue en su departamento en el que ocurrió el multihomicidio. Hasta el día de hoy –seis días desde que ocurrieron los hechos–, solo se tiene identificada, con nombre y apellido, a una de las otras tres mujeres: Yesenia Quiroz, la chica de 18 años. De las otras dos, apenas sabemos sus nombres (aunque no han sido confirmados por las autoridades aún): Alejandra, la trabajadora doméstica, y Simone (a quien primero se le llamó “Nicole”), . (Aunque acabo de leer de hace apenas unas horas que presuntamente se llama .)

Conforme se ha ido desarrollando la investigación he comenzado a leer críticas sumamente valiosas de cómo se está contando la historia de lo que ocurrió el viernes de la semana pasada. Esto es, más que ser críticas sobre lo que pasó, lo son sobre cómo lo contamos: sobre cuáles historias son las que circulan y cuáles son las que no; sobre cuáles son las narrativas que adquieren popularidad, conmoviendo e indignando a quienes las escuchan y cuáles son las que no. ¿Cómo digerimos lo que pasó? ¿Qué nos mueve? ¿Qué ignoramos? ¿Qué invisibilizamos? ¿Qué nos incomoda?

La primera crítica que leí tiene que ver con cómo ha sido el asesinato de Rubén Espinosa el que ha adquirido primacía, a veces hasta el punto de ser el único que se señala. A pesar de que son cinco las víctimas, es uno el que moviliza y protagoniza las consignas. A veces, las mujeres ni se mencionan; en otras ocasiones, solo son accesorios al “verdadero horror”: el homicidio de Espinosa, el periodista. Nota tras nota se refiere al asesinato de “Rubén Espinosa y otras cuatro mujeres”. “Otras cuatro mujeres”. ¿Quiénes? No importa. Las preguntas son inevitables: ¿importan todas las muertes? ¿Importan todas las víctimas? ¿Importan todas las personas?

“No las olvidemos”, escribió Denise Dresser en . “No creo adecuado contaminar esto con tintes feministas”, . Claro, porque recordar que hubo más de un muerto, es “contaminar” la narrativa que se construye sobre la tragedia. “Somos personas, no hombres y mujeres”, contestó otro. Por supuesto, pero el problema es que no a todas las vidas se les da el mismo trato, ni siquiera en la muerte. Y ese es el punto: señalar la desigualdad que existe —que se manifiesta en nuestros encabezados, notas, consignas, en las vidas que conocemos, en los nombres que nos sabemos y en los que no. ¿Cuáles son las biografías que nos esforzamos por reconstruir? ¿Cuáles no? ¿Por qué? ¿Alguien hará el esfuerzo de reconstruir la vida de Alejandra? (Vaya: ¿en algún punto sabremos finalmente su nombre completo?)

No dejo de pensarlo: todo lo que implica ser (re)conocido en la muerte. Para que existan rastros tuyos en línea –con los cuales reconstruir una historia–, tuviste que tener acceso a ella en primer lugar. Si no estás ahí, ¿dónde está tu historia? ¿En qué ciudad? ¿Con qué personas? ¿Es posible contactarlas? Para que tu trabajo sea conocido, tuviste que tener acceso a un trabajo que, de entrada, tuviera la posibilidad de ser popular. No todos los trabajos trascienden en la “esfera pública”, no todos son admirados, inmortalizados. Pienso en cómo estas posibilidades –de ser (re)conocido– dependen de la clase y, por supuesto, del género. En cómo está garantizado que en sociedades como la nuestra un gran sector de la población no sea más que un “cuerpo”, una “víctima”, un “número” en el imaginario social. Ser una persona, con nombre, con una vida a recordar –ya no digamos a admirar–, es un privilegio también.

Luego está la crítica sobre lo que se resalta de los hechos. Ha primado, también, la narrativa del atentado contra la libertad de expresión. Pero bien fácil puede desprenderse otra: . Según lo que se conoce al día de hoy, él fue torturado y asesinado; ellas, además, fueron violentadas sexualmente. Ahí tenemos esa diferencia, viéndonos a la cara: cómo los cuerpos de unos y otras son ultrajados de manera distinta. Ni siquiera en la tortura somos iguales. El escenario está para tener un diálogo al respecto: ¿cómo se manifiesta la desigualdad en la muerte? (¿Y después de ella?) ¿Por qué valemos, los hombres y las mujeres?

Lo voy a aclarar porque, por desgracia, nunca está demás: no estoy sosteniendo que la relación de los hechos con la libertad de expresión no debe de explorarse. Lo que estoy diciendo es que no es la única dimensión a investigar, a discutir, a resaltar. La del feminicidio y la desigualdad es otra, igual de importante (más aún considerando el contexto actual). Dado que nos creo capaces de hacer un análisis complejo, no considero descabellado o desmesurado proponer otra línea de diálogo. ¿O sí? ¿Será que hablar también de género en casos como este resultará ya “demasiado” “feminismo innecesario” para muchas personas?

Valga decirlo también: no creo que una vida vale más que otra; creo que, socialmente, por el tratamiento que se le da a las personas, parece que no todas las vidas valen lo mismo. Me interesa señalarlo para que se cambie esta práctica a una un poco más igualitaria. Desde aquí me interesan iniciativas como la de , que nos invitan a cambiar la manera en la que nos referimos a las víctimas de este multihomicidio (o de cualquier otra tragedia similar). Cierto: si bien iniciativas como esta se enfocan en las mujeres (Las vamos a nombrar…), lo hacen porque es lo que falta. #LasVamosANombrar para que ellas no se queden en el olvido. Para que podamos exigir, ahora sí, #JusticiaParaLxs5, sabiendo quiénes son. Investiguémoslo.

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