Es siempre un placer visitar el Museo Nacional de China. El viaje en autobús, desde el lejano oeste hasta el mero corazón de Beijing, para entrar al mastodóntico edificio a un lado de la plaza Tiananmen. Data de 1959, cuando se construyeron “los 10 grandes”, una serie de edificios para conmemorar los primeros 10 años de la República Popular China, entre ellos el Gran Palacio del Pueblo, en el extremo oeste de la enorme plaza de Tiananmen, y en el lado este, lo que hoy conocemos como el Museo Nacional de China.

Pero no siempre fue de este tamaño, originalmente era menos portentoso. Sufrió una extensa remodelación en 2007, y en 2011 mostró su nueva cara deslumbrante, con una fachada de 313 metros de largo, con columnas que se elevan 40 metros, y por dentro, es un palacio gigantesco que me hace sentir pequeñita. Domina el color beige claro, dando una sensación de mayor amplitud, como si hiciera falta.

Tal vez por eso nunca me ha tocado ver “lleno” este museo. He venido tres veces, una vez cada año, y siempre parece que somos tan sólo un puñado de visitantes en el inmenso palacio. Eso me gusta, porque permite apreciar con mayor comodidad las exposiciones.

Por eso, y porque me gusta su arte, me anime a ver la exposición de Botero, que se inauguró el pasado sábado (cuando hubo una muestra similar en el Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México, nomás de ver las las largas filas, se me quitaban las ganas). A diferencia de la bonita muestra que tuvimos en México, la de Beijing (que será itinerante por otras ciudades de China) no incluye escultura, sólo pintura y dibujo, con 96 obras.

Si bien no todos los chinos tienen un amplio conocimiento de la obra de Botero, la exposición si generó expectación, sobre todo por sus coloridas y voluminosas figuras. Tal vez eso hizo que muchos acudieran en compañía de sus hijos y nietos, y la sala estaba llena de niños que se reían ante los desnudos llenos de redondeces. De hecho, los niños no eran los únicos que se reían, los adultos miraban las obras con una sonrisa en la cara, y disparaban con su celular en todas direcciones.

La exposición está dividida en seis partes: Vida cotidiana en América Latina, Naturaleza Muerta, Dibujos, El Circo, Fiesta Brava, Versiones: evocando la tradición. En todas ellas aparecen las voluminosas figuras no sólo humanas, sino también de frutas, como las sandías, donde una ínfima rebanada es la pieza que le falta a un desproporcionadamente grande fruto. Pero eso que a simple vista es desproporción, más adelante, en la exposición descubrimos que no es tal, es la manifestación del artista de su obsesión por el volumen.

Ya en la última parte de la exposición, hay una pequeña sala donde se proyectan varios videos (con pésimo sonido, en español original, precioso, colombiano, y subtítulos en chino mandarín y en inglés), que incluyen entrevistas anteriores con el pintor, respecto a su pintura, su escultura monumental, el proceso de creación de unos frescos con motivos religiosos que hizo en una iglesia y una hermosa animación con dibujos animados inspirados en su propia obra, donde cuentan a los niños una versión sintetizada de la vida y obra de Fernando Botero.

Al final del recorrido, me invade esa sensación de felicidad de haber contemplado belleza. No tomé fotos de las obras, no suelo hacerlo, porque después ¿qué hago con ellas? Prefiero esperarme y pasar a la tienda del museo a comprar postales o algún otra reproducción hermosa que me recuerde la exposición. Pero ¡oh, decepción! la tienda sólo tiene el libro de la exposición de Botero (que no compré, porque estaba muy caro, y tampoco soy tan fan) y nada más. Ni una postal, ni un lápiz. Nada.

La exposición seguirá ahí hasta enero de 2016 (a ver si mientras tanto surten la tienda). La entrada es gratuita, y después de ver a Botero, vale mucho la pena explorar la colección permanente del museo, que incluye obras de la China antigua en bronce, escultura budista, numismática y jade. Y de eso sí hay un montón de artículos preciosos en la tienda, como recuerdito de la visita a tan majestuoso lugar.

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