Es una paradoja. París, la ciudad donde se firmó el histórico acuerdo de la COP 21, ha vivido en los últimos días los efectos del cambio climático con una de las peores inundaciones en más de 30 años. Tan fuertes, que el Museo de Louvre, el más visitado del mundo, tuvo que cerrar sus puertas para proteger las obras de las lluvias torrenciales que elevaron a más de seis metros el nivel del Río Sena. Esta inundación fue un recordatorio, tanto para los parisinos como para el resto del mundo, de que el calentamiento global es inminente.

A todos nos impactan las imágenes del Louvre amenazado por el agua, así como nos preocupan las noticias de los glaciares derritiéndose, el rápido incremento de los niveles del mar hasta alcanzar altos históricos (subió de 17 centímetros en el último siglo), las oleadas de calor, los incendios forestales y las sequías que azotan a varias partes del mundo y contrastan con estas inundaciones.

Hace poco la NASA midió la evolución que ha tenido el dióxido de carbono (CO2), en la atmósfera terrestre. Concluyó que, hasta hoy, nunca se había acumulado tanto CO2,  gas que ahora está presente en una concentración de más de 400 partículas por millón, superando el umbral de 350 considerado seguro por los expertos. Nuevamente, se encendieron las alarmas.

Desde la era industrial hemos metido a fondo el acelerador para consumir a toda marcha los recursos del planeta. Hoy, el 80% de la energía primaria del mundo proviene de carbón, petróleo y gas. Si no frenamos la quema de combustibles fósiles, agilizamos la transición a energías renovables y ponemos fin a la deforestación, no habrá futuro para la humanidad. El cambio climático no amenaza solamente a los ecosistemas que nos rodean, sino también a la agricultura, la producción de alimentos y el suministro de agua.Básicamente, todo lo que necesitamos para sobrevivir.

El acuerdo de París COP 21 reconoció esta realidad. En este histórico encuentro los gobernantes del mundo, la comunidad internacional, el sector privado y la sociedad civil se unieron para transformar el sector energético, motor de la economía global. Con el acuerdo se propuso limitar el aumento de la temperatura del planeta muy por debajo de 2ºC con respecto a los niveles preindustriales. Para pasar del papel a la realidad, todos los actores deben estar alineados hacia una meta común y sumar voluntades a esta causa. Hasta la Iglesia Católica, por ejemplo, se puso la camiseta verde y el Papa Francisco le pidió al mundo que adopte medidas contra el cambio climático.

Estos grandes acuerdos son necesarios y deben ser aplaudidos. Pero el gran salto lo daremos al trabajar con los 117 millones de estudiantes que se forman cada día en los colegios de América Latina. Ellos son el primer batallón para generar conciencia y pueden hacer que todos contribuyamos cada día con el reto de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Por pequeñas que parezcan las acciones que se enseñan en un salón de clases: como manejo de los residuos, conservación del agua, uso de energías renovables, reciclaje y cultivo de espacios verdes, todas  ellas son la semilla de futuros hábitos que pueden replicar en sus casas y que por lo tanto, pueden tener eco en su comunidad.

Así nació la iniciativa  de la División de Educación del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).  En vez de simplemente enseñar la teoría sobre el cambio climático,  a través de sus materiales y enseñanzas convierte a los estudiantes  en protagonistas de proyectos que motivan, promueven, mejoran y celebran la sostenibilidad en sus comunidades. De igual forma, el BID mantiene un diálogo constante con sus contrapartes en los países para que cada peso que gasten en infraestructura educativa, ya sea transformando o construyendo nuevas instalaciones, lleve el sello del desarrollo sostenible.

Está en la naturaleza de los humanos adaptarnos para sobrevivir y ese debe ser precisamente el principio conductor de los sistemas educativos: ofrecer herramientas a los más jóvenes para que cambien su relación con el planeta y escojan un modo de vida que no atente contra la supervivencia de la nuestra o de ninguna otra especie. Así se garantizará el bienestar de las  generaciones por venir.

No en vano, este año Bill Gates dirigió a los jóvenes una carta sobre este tema. El creador de Windows está convencido de que ellos son los responsables de la creación de las ideas radicales e innovadoras que son necesarias para combatir el cambio climático. “Si pudieras tener un súper poder, ¿cuál sería?”, pregunta el filántropo, y responde sin dudar: “más energía y más tiempo”. En el BID, pediríamos verdadera educación ambiental para todas las escuelas.

Estamos convencidos del súper poder de la educación para mitigar los efectos del cambio climático y tomar acciones para detenerlo. Una educación que responda a las demandas modernas y los retos del futuro, una que le permita a América Latina dar ese salto de jabalina para convertir la vulnerabilidad en oportunidad y ser los primeros en esta carrera de la que depende nuestra supervivencia.

Esta columna fue originalmente publicada en el blog del Banco Interamericano de Desarrollo BID.

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