Kurt Cobain: Montage of Heck (2015), el documental de Brett Morgen sobre la vida del líder de Nirvana, es un filme pertinente a nuestra época en su objetivo de rescatar la intimidad de su sujeto: un hombre célebre pero adverso a la fama; público pero profundamente reservado. Hoy, las Kardashian, los Osbourne, los Simmons, nos invitan a sus casas a presenciar la cotidianidad del lujo. Entre exuberantes albercas, mansiones y autos exclusivos, estas familias han resultado, con el histrionismo propio de la televisión y de la excentricidad de sus integrantes, una confesión del fracaso capitalista: la felicidad no se obtiene con billetes. El alivio que da ver estos programas es descubrir que los millonarios tienen más en común con nosotros de lo que sus bienes lo sugieren. Queremos conocer su intimidad para sentirnos cerca de ellos y pensar que nuestro triunfo socioeconómico no sólo es posible: es lógico. El placer de mirar deriva del placer de identificar. Sólo una época como esta podría seguir obsesionada en conocer a la última gran víctima del rock: Kurt Cobain.

Discreto y desdeñoso hacia su propia fama, Cobain fue un poeta, como Ian Curtis, de Joy Division, tentado y devorado no por la música, sino por la cultura del escenario. En su filme, Morgen no intenta reconstruir la caída de Cobain o su historia en una narración de curriculum, como suelen hacerlo los documentales biográficos. Más bien, el director se propone reconstruir al propio Cobain. Mediante entrevistas con su círculo más cercano —su padre, su madre, su hermana, su amigo y compañero de banda Krist Novoselic y su esposa— y una vasta cantidad de dibujos, notas y grabaciones del propio Cobain, Morgen no describe a su protagonista; nos lo presenta en toda su inusual existencia. El resultado, sin embargo, sólo puede ser apreciado por seres afines o compasivos; de lo contrario, Cobain termina pareciendo, como escuché decirlo a otro espectador, un loco.

Lo fascinante de Kurt Cobain: Montage of Heck es precisamente la posibilidad de encontrar en las creaciones privadas de su sujeto la excentricidad presente en todos. El filme captura todo aquello que hacemos en la soledad, los juegos que inventamos para el espectador en el espejo que se agotan cuando alguien abre la puerta de nuestra habitación, nos pregunta qué hacemos y nosotros contestamos, nerviosos: nada. Para Cobain, representante del artista como género, esa “nada” era un algo digno de compartirse; era la raíz de su música. Brett Morgen demuestra con su filme que en la desvergüenza reside el genio de Cobain, pero también su inmensa melancolía y, finalmente, su muerte. “¿Cómo no lo vi?”, se pregunta Novoselic al reflexionar sobre el archivo de Cobain que, en retrospectiva, resulta premonitorio.

A lo largo de secuencias animadas vemos el inconsciente de Cobain desbordarse en sus cuadernos, donde aparecen sus pensamientos en repeticiones poéticas; aparecen, sin proponérselo, poemas. En sus dibujos, cada vez más perturbadores, Cobain expresa su desilusión con el mundo, y en la imagen de Charlie Brown ahorcando a Snoopy encontramos un símbolo de la decadencia estadounidense. Aunque este tema no es el centro de atención de Morgen, su documental es también una breve historia de su nación y su metamorfosis. Durante la vida de Cobain, Estados Unidos pasa de ser un lugar de oportunidades y series de televisión que reflejan una sociedad inocente, a un basurero poblado por monstruos y tiburones gigantescos, ambientado por música punk y grunge que demuestra un odio incontenible hacia la era de Ronald Reagan. “El punk”, explica Cobain en uno de sus casetes, “resumía todo lo que sentía socialmente y políticamente”.

Si de por sí la ruidosa y en ocasiones confusa música de Cobain es un reflejo de una psique perturbada, que se puede entender como la consciencia de la juventud estadounidense entera, los pedazos de su autor conservados en su archivo expanden y a la vez clarifican uno de los grandes dolores en la vida de Cobain: ser considerado el vocero de su generación. De acuerdo con lo que nos muestra Morgen, Cobain no quería representar a sus contemporáneos: simplemente era parte de ellos. Era su desvergüenza lo que le permitía expresarse de manera más libre que los demás, pero también la que acentuaba su horror a la humillación. La libertad, como nos lo muestra el filme, es un frágil balance entre ser y resistir. Resistir la crítica, resistir la burla, resistir la curiosidad. Cobain no resistió.

A pesar de sus triunfos, la película padece la convicción de Morgen de que la historia de Nirvana no necesita ser explicada, pues seguramente su audiencia la conoce, y la obsesión de mostrar la mayor cantidad posible de documentos en pantalla. En vez de apoyarse en ellos, Morgen los convierte en el centro de su narración, de forma que la edición varía en su ritmo, de cortes vertiginosos a largas exposiciones de los cuadernos o los videos caseros de Cobain y su esposa, Courtney Love. Sin embargo, estas indagaciones en la intimidad de Cobain son acaso el mayor desafío a nuestra noción de normalidad. Los Cobain juegan entre ellos como cualquier pareja: hacen imitaciones y pequeñas actuaciones uno para el otro; sienten entre sí la libertad de ser tan extraños como les sea posible. En este aspecto, Kurt Cobain: Montage of Heck actúa como una defensa de la libertad ante todo mientras retrata la consciencia de un hombre infeliz, pero libre de escribir sobre sus ganas de destilar la vida que hay en sí.

Kurt Cobain: Montage of Heck se presenta en estreno limitado durante esta semana. Consulte su cartelera.

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