El documental mexicano ha producido en los últimos años varias películas memorables para la filmografía nacional. Algunas, como Bellas de noche (2016) y Plaza de la soledad (2016), han sido dirigidas por mujeres, un hecho notable que no influye en las películas mismas —un buen cineasta no depende de su sexo— pero sí muestra el progreso de nuestra industria, que se ha visto retribuida por su incipiente apertura. A mi juicio, la mayor recompensa de esta tendencia es el documental Tempestad (2016), de Tatiana Huezo. Hace unos meses la incluí entre las diez mejores películas que vi en 2016, y después de verla de nuevo ni me retracto ni dudo: aseguro que se trata de uno de los mayores episodios de nuestro cine por su destreza para captar una nación devastada y por su compasión para rescatar la humanidad de dos mujeres que en una nota de periódico serían cifras.

Recuerdo que hace unos años el escritor David Shields soltó un duro golpe contra el New York Times con su libro War is Beautiful, donde sostiene que el veterano periódico ha ayudado a vender las guerras estadounidenses con sus estilizadas fotografías. Tempestad, para espectadores como Shields, probablemente sería una película cuyo interés estético nos distraería de los estragos que narra, sin embargo yo no estaría de acuerdo. Huezo no intenta cubrir el mal ni adornarlo, tampoco reconstruirlo. Tempestad es al mismo tiempo una breve historia oral del horror y el grupo de imágenes de donde provienen estas voces. Si la película fuera un libro, se parecería a los de Svetlana Alexiévich, que recoge y publica testimonios en vez de solamente citarlos e inevitablemente distorsionarlos. Pero Tempestad es una película y necesita comunicarnos sus testimonios con sonido, con imágenes, con cortes. En vez de sólo filmar a las entrevistadas hablando detrás de una leyenda con su nombre, Huezo nos muestra un viaje desde Matamoros hasta Tulum y las tardes de ensayo en un circo. En el fondo escuchamos las historias de Miriam y Adela: A Miriam la culparon de un crimen ajeno y la enviaron a una cárcel gobernada por sus propios presos; Adela, una artista del circo, perdió a su hija, que fue vendida a secuestradores por un amigo de la universidad.

Tempestad comienza con la voz de Miriam. Es una voz libre de artificio pero afectada por los contenidos de su memoria. El relato es un descenso al infierno. En un episodio Miriam recuerda haber leído incluso una inscripción dantesca: “Vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza”. Pero, como lo adelantaba, Huezo no nos permite verla a ella ni busca imágenes idénticas a las que narra. Sería redundante, como una mala crónica deportiva. La directora nos muestra más bien lo que vio Miriam en el camino a casa: México se aparece como un abandono tempestuoso. A sus edificios el tiempo se les ha venido encima, y los policías y militares enmascarados son sombras que andan entre un viento gris y lluvioso. La tempestad del título es apocalíptica, es la presencia ineludible del crimen organizado que lo cubre todo, lo dobla todo, como la tormenta a los árboles. Me parece una estética sutil y a la vez clara. Huezo sí sugiere un estado de ánimo pero nunca obliga a sus espectadores a sentirlo, o al menos no tanto como si nos mostrara los gestos de Miriam al contar su historia.

La música refleja este tono y aparece de manera dispersa y controlada. Por supuesto, es melancólica pero dista mucho de los lacrimógenos grupos de cuerdas o de los cansados pianos que nos impone la mayor parte de la cinematografía comercial. Incluso el sonido, aunque tiene una presencia importante y a veces simbólica, como en el caso de una puerta que se cierra en medio del silencio, se aparece de manera que más bien pareciera orgánica. Hay follies obvios para un espectador talentoso pero no por eso mal hechos. Huezo planea cada detalle de la película con delicadeza y resonancia tanto emocional como intelectual.

Otro aspecto interesante de Tempestad es la manera en que hilvana sus dos narraciones, creando tensión en el espectador al interrumpirlas en momentos intensos. La historia de Adela, por ejemplo, comienza justo cuando se asoman los episodios más dramáticos en la narración de Miriam. Por supuesto, no es un intento de ponerlas a competir sino de aumentar la sensación de misterio, inevitable en una película con los temas de Tempestad, y de buscar que ambas interactúen. La historia de la madre que espera completa la de la mujer raptada —¿de qué otra forma llamarle a lo que le pasó a Miriam?—. Ambas se comunican y nos dejan atestiguar lo que sucede al otro lado de cada caso. Desafortunadamente no nos cuentan lo mismo. Sus resoluciones divergen y nos muestran que la esperanza es muchas veces un remedio contra la locura. Nada más.

Sin embargo, Huezo tiene también la inteligencia para variar el tono de la película. Tempestad es primordialmente una experiencia dura pero no por ello deshonesta. Mientras que muchos elegirían un tono melodramático invariable y quizás insoportable, Huezo encuentra algunos momentos de compasión cotidiana. En una escena, Adela espera junto con su familia a que comiencen las preguntas de la directora, pero entre bromas sobre el estrellato y fracasos en el escenario circense, las mujeres comienzan a carcajearse. Con ingenuidad, con felicidad genuina de tener lo que tienen, unas a otras, ríen, y culminan en un abrazo. En otra escena Miriam cuenta cómo se encontró con uno de sus captores en una iglesia. Lo vio rezar intensamente y cargar a su hija de dos años con ternura. Un asesino, descubrió, es más que sus crímenes: un hombre.

El efecto de Tempestad, entonces, no es meramente cosmético. No estamos ante un documental que se aproveche de sus historias para imponer su belleza como una diva en un melodrama. La cuidadosa forma del filme es más bien una expresión apasionada e impresionante del dolor ajeno, que actúa como la tormenta misma. La tempestad, con sus vientos, con sus lluvias, no nos permite distinguir formas, pero cuando cesa, siquiera por un rato, nos permite ver con más claridad a los otros.

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