El viernes pasado se estrenó una película que es, hasta ahora, la segunda mejor que he visto en el año. Al igual que Toni Erdmann (2016), no es un estreno masivo, y a diferencia del filme de Maren Ade, es una película desconcertante, inquietante, desafiante. A las audiencias más conservadoras les puede resultar blasfema y a las más progresistas un tanto piadosa. El ornitólogo (O ornitólogo, 2016), del portugués João Pedro Rodrigues, es un retrato queer de la experiencia mística, una teología personal que reproduce la historia de San Antonio de Padua y al hacerlo demuestra una dualidad similar a la de Luis Buñuel en La vía láctea (La voie lactée, 1969). El español más mexicano entre los franceses, y ateo, gracias a Dios, creó una farsa brillante sobre la historia de la herejía pero también incluyó una escena donde admira y engrandece a María, madre de Dios. Cuando hablaba de ella, dicen quienes lo conocieron, lloraba. Rodrigues, un hombre gay y de formación científica, no es religioso pero admira quizá la más grande aportación cristiana: su arte fantástico sobre lo divino. En ese sentido, Rodrigues es más parecido al marxista ateo Pier Paolo Pasolini, creador de una filmografía fuertemente influenciada por la iconografía cristiana y director de una de las más grandes versiones de la vida de Cristo: El evangelio según Mateo (Il vangelo secondo Matteo, 1964).

El ornitólogo cuenta la historia de Fernando —el nombre original de San Antonio de Padua— (Paul Hamy), un ornitólogo gay que es rescatado en su camino a casa por un par de viajeras chinas mientras se dirigen a la peregrinación de Santiago de Compostela —un guiño a La vía láctea—. En imágenes que revelan el punto de vista de las aves, Rodrigues comienza a establecer un tono de suspenso. Fernando parece acechado por las criaturas, mirado por ellas más de lo que él, el ornitólogo, las mira. No sólo eso: las aves son los primeros indicios de simbolismo religioso. En situaciones tensas, Fernando es mirado por búhos, tradicionalmente aves infernales. Más adelante comienza a aparecer la paloma, signo del Espíritu Santo, en condiciones mucho más pacíficas.

Las viajeras chinas son las que permiten la primera de muchas rupturas con la realidad en el viaje de Fernando. Si uno entra desprevenido a la película, su inicio puede sugerir un retrato contemplativo sobre la contemplación —voyerismo puro— pero la llegada de estos personajes interfiere en el tono de las primeras imágenes y lo acerca a lo mítico. Cuando Fernando está cenando con ellas, las muchachas le explican que hay algo persiguiéndolas en la naturaleza y, peor aún, que ambas están malditas. Al día siguiente, Fernando aparece amarrado en una imagen que recuerda al arte renacentista sobre San Sebastián. A partir de ese punto, la película comienza a funcionar como cine de horror: el protagonista es cazado por fuerzas desconocidas mientras intenta encontrar algo de sentido en lo que le sucede y, de ser posible, sobrevivir. Así como es inventivo en su lenguaje visual al representar la perspectiva de las aves, Rodrigues demuestra una fuerte creatividad dramática para desorientar al espectador.

Hacia el final de la película, uno de los personajes explica la futilidad de intentar comprender la revelación. Quizás el mayor triunfo de Rodrigues en El ornitólogo es capturar la presencia de lo incomprensible. Esto lo enlaza de alguna manera con Stanley Kubrick. No es difícil encontrarse con decenas de teorías sobre el significado de las películas más ambiguas de Kubrick. Rodney Ascher dirigió incluso Room 237 (2012), un documental sobre las interpretaciones más excéntricas de El resplandor (The Shining, 1980). En su clásico del cine de horror, Kubrick siembra la posibilidad de un sentido, de una lógica, pero nunca concreta los significados. Al final no tenemos idea de qué sucedió en el Hotel Overlook. En entrevista con el crítico francés Michel Ciment, el director explicó que buscaba crear un retrato de lo paranormal como ininteligible para la mente humana. Rodrigues hace lo mismo con la transformación de un hombre en santo. Lo divino es en teoría inexplicable para la razón —la fe no lo explica, lo justifica— y Rodrigues imita esa cualidad en su narrativa, cuyas aparentes contradicciones entre lo sagrado y lo queer, entre la lógica y el caos, tienen como función no explicar el misticismo, sino representarlo pero no sin blasfemar en el intento.

En un punto de su viaje, Fernando se encuentra con un pastor sordomudo llamado Jesús (Xelo Cagiao). Los espectadores cristianos de la película —si los hay— quizá crean ofensiva la asociación de ese nombre con un personaje que bebe leche de la ubre de una cabra. El resto de la escena posiblemente los empuje fuera de la sala: Fernando y Jesús hacen el amor quizá como un acto de comunión. Rodrigues provoca, por una parte, la irritación de su audiencia más conservadora, pero por la otra nos expresa la sexualidad como una forma de asir lo divino. No es el primero en pensarlo: el hinduismo se le adelantó más de dos milenios con el Kama, sin embargo sí es una de pocas representaciones de sexo entre dos hombres como camino a la epifanía. La escena evoca El extraño del lago (L’inconnu du lac, 2013), de Alain Guiraudie, con su énfasis en el placer de los sentidos y la naturaleza, además, por supuesto, de su tema gay. La escena final de El ornitólogo, con un par de hombres caminando de la mano mientras suena una melodramática canción de pop portuguesa, culmina la estética y los temas que comienzan con el encuentro entre Fernando y Jesús.

Es más fácil comprender las intenciones y las decisiones de Rodrigues que su mito pero esto no es un defecto sino todo lo contrario. El ornitólogo reafirma su propia artificialidad constantemente y nos recuerda que el cine es sólo una aproximación a la realidad objetiva como lo son los mitos a la posibilidad de un dios. Rodrigues, a diferencia de los autores de los textos sagrados, no es moralizante ni definitivo, sino excéntrico y liberador. Su película es un intento de liberar la fantasía de lo sagrado en una modernidad diversa.

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