Justin Kurzel iba bien. Su primer largometraje, Snowtown (2011), compitió por la Cámara de Oro en el Festival de Cannes y se llevó un par de premios, uno de ellos otorgado por la Federación Internacional de Prensa y Crítica Cinematográficas, FIPRESCI. Su segundo largometraje, una adaptación del Macbeth (2015) de Shakespeare, compitió por el máximo premio en Cannes, la Palma de Oro. Ambas películas me parecen imperfectas pero visionarias en su representación de la violencia como un grito poético de la maldad. El director australiano logró utilizar la cámara lenta de manera que evadió los clichés establecidos por Zack Snyder y además mostró en ambas películas un manejo de la iluminación que, a pesar de ser intenso y dramático, artificial, a mi juicio nunca cayó en el efectismo, es decir, nunca fue una mera manipulación de los sentimientos de la audiencia. Es más, pienso que lo que Kurzel no fue muy hábil en expresar mediante las tramas sí lo pudo decir mediante sus imágenes. Ambas películas, pues, nos mostraron a un cineasta prometedor. Y luego llegó Assassin’s Creed (2016).

En sí, la nueva cinta de Kurzel no me parece el desastre que la crítica estadounidense ha sentenciado al olvido. Esto tampoco quiere decir que sea lo contrario. Más bien se trata de una película enteramente mediana donde Kurzel ni siquiera dirige como él mismo. En este sentido, Assassin’s Creed es decepcionante: en muchos momentos pareciera más inspirada por la filmografía de Michael Bay que por los filme anteriores de Kurzel. Todas las tomas de locación —las que nos ubican en el espacio donde se encuentran los personajes— son elaboradas imágenes en movimiento que resaltan las dimensiones y cualidades de la producción: es enorme. En ocasiones, la inquieta cámara gira alrededor de los personajes, aunque no con la misma velocidad que en la franquicia Dos policías rebeldes. Ante todo, Assassin’s Creed es un producto de la empresa de videojuegos francesa Ubisoft y una continuación de su franquicia del mismo nombre, pero, hay que notarlo, no es más videojuego que película.

En textos anteriores he atacado cintas como (Hardcore Henry, 2015) y (2016) —esta última también dirigida por un cineasta todavía menor pero talentoso, Duncan Jones, hijo de David Bowie— por la intromisión de la estética del videojuego en el cine. En una me parece que el experimento de utilizar una toma continua en primera persona demuestra la vasta separación entre el lenguaje del videojuego y el del cine; en la otra, la convivencia de humanos reales y grotescas animaciones muestra por qué los videojuegos y las películas de animación funcionan al simplemente caricaturizarlo todo. Vamos, ¿quién no se burló de ? Mi queja en común fue la ridiculez de las tramas. En el caso de Assassin’s Creed, la historia de un hombre que ayuda a los templarios a recuperar un artefacto mítico mediante los recuerdos de su memoria genética, es imposible, fantástica. Más incluso porque se sitúa en el año 2016, cuando esa tecnología sólo puede existir en la imaginación —espero—. Sin embargo, ¿qué película de acción no se basa en una trama igualmente inverosímil?

El cine de acción como lo conocemos se definió en los años 70 con las cintas de kung fu de Bruce Lee, y en los 80, con las masacres protagonizadas por Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger y Chuck Norris. No recuerdo muchas películas de acción cuya trama, al menos en principio, no sonara absurda. El género mismo exige esa inverosimilitud porque se compone de fantasías falocéntricas de penetración, dominación y destrucción. Kendrick Lamar nos da una satírica imagen de este pensamiento cuando rapea: “I pray my dick get big as the Eiffel Tower / So I can fuck the world for 72 hours”. En el cine de acción la imagen ideal del hombre: musculoso, de rasgos afilados y docto en el empleo de cualquier instrumento, penetra una cantidad incontable de cuerpos generalmente masculinos con navajas, balas, esquirlas y hasta sus propios puños; los cuerpos femeninos reciben otro trato. En buen mexicano, podríamos decir que el cine de acción es como un albur fuera de control donde el protagonista domina a todos a su alrededor en una placentera descarga de violencia cuyo clímax es el orgasmo sexual con una mujer. Assassin’s Creed sigue esa tradición, salvo por la recompensa sexual, y se afirma a sí misma como, sí, una película inspirada en un videojuego pero incrustada en los clichés del cine de acción que, por cierto, es la principal inspiración de los videojuegos.

Muchos habrían esperado de Kurzel una renovación del género como la de John McTiernan, que logró la mayor autoparodia en el cine de acción con Duro de matar (Die Hard, 1988), o la de John Woo, que convirtió las balaceras en coreografías inspiradas por las películas wuxia. Pero entonces no habrían estado viendo con atención las películas de Kurzel. Ni Snowtown ni Macbeth ofrecen elementos nuevos en la representación de la consciencia asesina o de la adaptación shakesperiana —incluso podríamos decir que Macbeth no es muy shakesperiana—. Tienen elementos distintivos, como la iluminación y la cámara lenta que mencioné antes, pero nada más. Al no ser un narrador original, Kurzel repite en su última película los artificios usuales del cine de acción, que incluso podrían dañar la reputación de sus actores. Michael Fassbender no hace mucho más que susurrar y gritar, mientras que Marion Cotillard, una intérprete matizada y brillante, también susurra y mira con preocupación cómo se desenvuelve el experimento que conduce con el protagonista. Nada más.

Si se ha de acusar de algo a Kurzel, entonces, no es de detractor de su propia obra sino de haber carecido desde siempre de una visión que orientara a su filmografía. Kurzel es un poco como el decorador de interiores que pone las cortinas negras que él eligió, pero negras al fin por idea de quien lo contrató. Quizás un próximo proyecto ayude a definir más su identidad como cineasta porque también es cierto que sus primeras dos películas se parecen entre sí. Sin embargo no podemos decir lo mismo de Assassin’s Creed, que nos presenta a su director más mercenario que a su protagonista.

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